Tanto
los Juegos Olímpicos como los Campeonatos Mundiales de Fútbol, además de las
copas regionales, son eventos que concitan el interés generalizado y
constituyen una oportunidad para dar rienda suelta a sentimientos de
nacionalismo así como de patriotismo. Los resultados obtenidos en estas justas
adquieren importantes repercusiones políticas en la forma en que los pueblos
evalúan a sus gobernantes. La mayoría de los analistas valora estas competencias
en forma positiva por cuanto canalizan los sentimientos de rivalidad, e incluso
de animadversión, por caminos pacíficos (que a veces no lo son tanto).
En el
otro bando, claramente minoritario, se ubican aquellos que cuestionan los
sentimientos que se dan cita en estas lides deportivas. Las críticas van de lo
mesurado a lo vehemente; a esta última postura responde la opinión de Julio
Llamazares publicada en El País el 27
de agosto del 2016.
“Como
carezco del gen del patriotismo no me he alegrado de las 17 medallas ganadas
por los españoles en los Juegos Olímpicos de Brasil; quiero decir que no me ha
alegrado más que por las conseguidas por los franceses, los jamaicanos o los
estadounidenses.” No contento con sus primeras consideraciones, ahonda en su
argumentación crítica.
Es más: a
veces he deseado que ganaran los rivales de los nuestros ante la efusión de
patrioterismo con la que quienes me rodeaban asistían al desarrollo de la
competición, comenzando por los periodistas encargados de retransmitirla.
El
patriotismo deportivo es quizá una de las manifestaciones más absurdas de ese
sentimiento extraño que hace que los nacionales de un país se identifiquen con
él aun a costa de excluir a los demás. Que se considere a unos deportistas
detentadores de su representación es algo tan infantil que debería hacer
psicoanalizarse a la sociedad que cree que, si sus deportistas triunfan,
triunfa el país entero, y, al revés, si fracasan, fracasa este también. No
digamos ya cuando en el empeño por que sus deportistas demuestren al mundo su superioridad
les dopan, como hicieron algunos durante décadas.
Llamazares
entiende la alegría que un triunfo puede deparar a familiares y amigos del
deportista pero no comprende que su alcance vaya más allá.
Cuando un
atleta salta más que sus competidores lo único que demuestra es que salta más
que estos, e igual sucede con los que corren, lanzan el peso o la jabalina,
nadan o juegan al voleibol. Que se alegren sus familiares y amigos de sus
victorias me parece lógico, pero ¿por qué me tengo que alegrar yo si no los
conozco de nada? ¿Porque llevo un pasaporte con la misma nacionalidad que
ellos?
Por supuesto
que Julio Llamazares no ignora las reacciones y airadas protestas a las que
dará lugar su punto de vista.
Mostrarte
apátrida deportivo es motivo suficiente, sin embargo, para que te consideren un
bicho raro, incluso sospechoso de antiespañol, que es un delito gravísimo para
según qué personas. Que no te alegres de que un compatriota gane en su
especialidad atlética o no te entristezca que otro pierda una prueba más de
fórmula 1 te convierte en sospechoso de no amar a tu país tanto como deberías.
Ni que pagues todos tus impuestos, colabores a su mejoría económica y
participes de su vida pública, nada te exonerará de ser considerado un
antipatriota si no te emocionas al ver a una chica de Huelva jugar mejor al
bádminton que su competidora hindú o a un cubano nacionalizado español correr
más rápido que sus adversarios. Hasta los catalanes que celebran sus victorias
ondeando la senyera merecen mejor consideración que los apátridas deportivos,
esos tocapelotas antiespañoles que no solo no celebramos los éxitos de nuestros
atletas, sino que nos avergonzamos de ver a nuestros vecinos berrear envueltos
en la bandera porque Nadal o Ruth Beitia han ganado una medalla, prueba de
nuestra superioridad racial.
Siempre
será conveniente –aunque resulte incómodo- leer a quienes van a contra
corriente, los que toman distancia de las masas y que a veces aun van más allá
atreviéndose a provocar la reacción del pensamiento hegemónico.
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