Todos los días tienen la misma duración
pero no el mismo peso. En la historia íntima de cada quien hay días que han
quedado marcados para siempre y esas huellas puede conducir a momentos de felicidad
o de dolor como pocas veces hemos sentido. A modo de pequeña muestra podemos
recurrir al casamiento, el nacimiento de los hijos, la graduación, el triunfo
en el campeonato…; una muerte, una separación, un diagnóstico adverso…
Asimismo están los días especiales en la
historia colectiva, aquellas jornadas en que tuvieron lugar acontecimientos –nuevamente-
dichosos o desgraciados para toda la población. Carmen Martín Gaite se interesa
en la cuestión.
Un ejemplo muy significativo (…) lo
proporcionan algunos episodios nacionales de índole lo bastante sorprendente
como para que su sacudida deje una marca personal en cada uno de los individuos
de la comunidad afectada por aquel trastorno. Cada vez que irrumpe uno de estos
acontecimientos, no hay un solo vecino de la ciudad o nación donde se
produjeron que no se sienta elevado al rango de narrador-testigo, caracterizado
por la certeza de que su testimonio es excepcional.
Y para ejemplificar lo que viene
sosteniendo evoca lo que significó para los españoles aquel 23 de febrero de
1981.
En los días que siguieron al asalto del
Congreso de los Diputados, por un puñado de guardias civiles, el 23 de febrero
de 1981, la excitación manifiesta en todos los ciudadanos españoles, creo que
podría ser explicada tanto o más que por la envergadura del hecho en sí y sus
posibles repercusiones políticas, por el pie que daba a esgrimir versiones
particulares del hecho, a protagonizarlo cada cual desde un rincón y atalaya
diferente, porque nos autorizaba a todos los españoles a contarlo a nuestra
manera. Pude observar en aquellos días que antes de dar una opinión acerca de
lo ocurrido, casi todos los conocidos con los que me encontraba se apresuraban
a ofrecer datos de su circunstancia particular de esa tarde, de cómo lo
supieron y por quién y en qué sitio y a qué hora; todos nos demorábamos con
complacencia y orgullo en narrar los detalles de esa situación, como exhibiendo
un aval de garantía para entrar por una puerta privada en el recinto público de
aquella historia. Una historia que a todos afectaba, sí, de acuerdo, eso ya lo
decían los periódicos, pero no porque lo dijeran los periódicos, sino porque
nuestro 23 de febrero particular no venía ni podía venir en ningún periódico.
Partiendo del abundante y extraordinario material de la noticia, y basándose en
cómo se produjo el encuentro con ella, se elaboraron en una semana tantas narraciones
distintas como españoles registrara el censo.
Esa memoria tan nítida se basa –tal como
lo pone de relieve Martín Gaite- en el miedo que sentimos aquel día y que
probablemente resistirá al olvido hasta el último momento de nuestras vidas.
Y la aparición del miedo, del miedo
palpable que se materializa en esa contracción del estómago y que nada tiene que
ver con el miedo abstracto que nos inyectan los periódicos al amenazarnos con
la bomba atómica, aquel miedo personal que no puede dejar lugar a dudas era ya
la más irrefutable prueba de protagonismo para el narrador a quien los latidos
de su corazón, mientras desaguaba hacia la plaza de Santa Ana en zigzag ciego y
acelerado, le estaban avisando de su participación directa como testigo de la
historia de España.
Hay algunos días especiales que tuvieron
alcance general (inicio y final de la Segunda Guerra Mundial, asesinato de John
F. Kennedy, llegada del hombre a la luna, etc.) pero habitualmente estas
jornadas inolvidables se relacionan con un espacio geográfico determinado (por
ejemplo los terremotos que tuvieron lugar en México el 19 de septiembre de 1985
y el 19 de septiembre -¡vaya coincidencia!- de 2017). Tal como señala Carmen
Martín Gaite cada uno de quienes lo vivimos narramos en innumerables ocasiones:
¿dónde estábamos?, ¿con quiénes?, ¿cómo lo sentimos?, ¿qué vimos?...
En lo dicho, todos los días tienen la
misma duración pero no el mismo peso tanto en la historia personal como en la
colectiva.
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