La existencia de diversas modalidades de periodismo abyecto
no es monopolio de nuestro tiempo. Venderse a los poderosos, actuar como eco subvencionado
del oficialismo, rebajarse con la esperanza de escalar en las esferas
jerárquicas, son tentaciones que siempre están allí.
Marcos Ana, el preso que más tiempo pasó en cárceles
franquistas, trasmite sus vivencias al respecto.
Nos llevaron al célebre campo de Los
Almendros atravesando la ciudad de Alicante, ante una multitud que nos despedía
en silencio, especialmente mujeres, con una mirada triste y fraterna en sus
ojos. Algunas se atrevieron a ofrecernos alguna fruta y fueron brutalmente
apartadas por los soldados y los falangistas.
El campo era largo y estrecho y se
extendía al costado de una carretera. Allí nos fueron hacinando, aunque era muy
espacioso en relación con lo que nos iba a tocar vivir poco después. Por lo menos
el hambre lo aplacamos con el fruto de los almendros. Primero nos comimos la
almendra al día siguiente, buscábamos las cáscaras ásperas y verdes que
habíamos tirado el día anterior y, por último, nos engullimos lo que restaba:
las pequeñas flores blancas, las hojas y los tallos más tiernos de los árboles,
que quedaron con sus ramas desnudas, como si una plaga hubiese devastado el
campo. Ya no había nada que llevarse a la boca, hasta la hierba había
desaparecido. En el campo había dos o tres pozos y, después de horas de espera
en colas que se formaban, conseguías un poco de agua, turbia, como caldo de
barro. El hambre ya estaba haciendo estragos. Esperábamos con ansia unas
anunciadas raciones de comida que no acababan de llegar. Cada vez que oíamos ruidos
de camiones, nuestros jugos gástricos empezaban a funcionar. Pero en vano.
Nada difícil imaginar el hambre y la
privación que sufrían aquellos prisioneros cuando aconteció un hecho
inesperado.
Ocurrió algo que puso a prueba nuestra
dignidad. Una mañana se presentó en el campo un equipo de reporteros italianos,
cargados con sus cámaras. Les rodeamos por curiosidad. Colocaron las cámaras
frente a nosotros, enfocándonos. De repente el que iba al frente del equipo, un
oficial con pelo engominado, gritó: ¡Ahora! Y comenzaron a arrojar panecillos
al suelo. Algunos compañeros se inclinaban ya para recogerlos (…)
Aún en esta situación límite hubo
quienes tuvieron entereza, fuerza y coraje, para imponerse a la auto-denigración
(entendible debido a las circunstancias que atravesaban) con que comenzaban a
actuar aquellos hombres desesperados. Continúa Marcos Ana
(…) pero se alzaron fuertes voces
indignadas “¡Quietos, compañeros, no cojáis ese pan!”. Otros gritaban: “Quieren
filmarnos como si fuéramos perros hambrientos. No les demos ese gusto”. Nadie
se movió. A mi lado un compañero tenía ya un pan en sus manos. Lo miró con
ansia y lo tiró al suelo.
Ante ello, concluye Marcos Ana: “Los
italianos, sorprendidos, nos miraban sin comprender y se fueron con sus cámaras
sin poder realizar su miserable reportaje.”
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