Siempre
se corre el riesgo de pensar que las cosas solo pueden ser del modo que uno las
conoce. Felizmente existen muchas maneras (libros, películas, viajes,
conversaciones…) que nos permiten salir de ese grave error. En este espacio ya
nos hemos ocupado en otras ocasiones de los programas de radio que Walter
Benjamin tuvo a su cargo en el período 1927-1933 y que fueron publicados (Walter
Benjamin. Juicio a las brujas y otras
catástrofes. Crónicas de radio para jóvenes -trad. Ariel Magnus-. Buenos
Aires, Interzona-Hueders, 2014).
Ahora
retomaremos el programa que dedicó al teatro en China que nos permite descubrir
muchas diferencias con el que se acostumbra entre nosotros.
(…) el
teatro chino (…) no se parece a nada de lo que nosotros concebimos como un
teatro. El extranjero que se acerque a uno de ellos creerá estar ante cualquier
cosa menos un teatro. Escucha un confuso ruido de tamborileos, címbalos y
chirriantes instrumentos de cuerdas. Sólo de cara a un teatro como este, o si
escuchó su música en algún disco, el europeo cree entender qué es la música
desafinada. Y si entra al teatro, le sucede como al que ingresa a un
restaurante y lo primero que debe atravesar es una cocina sucia: se topa con
una especie de laboratorio en donde cuatro o cinco hombres enjuagan toallas de
mano inclinados sobre tinas vaporosas.
En el
teatro chino estas toallas de mano juegan el papel más importante. Con ellas la
gente se limpia la cara y las manos antes y después de cada taza de té y de
cada pocillo de arroz. Todo el tiempo hay sirvientes que se llevan las toallas
sucias y traen otras limpias, a menudo catapultándolas hábilmente por sobre las
cabezas del público.
Es así
como nos enteramos que en ese ambiente de distinta formalidad no existen
impedimentos para beber y comer, sin que ello represente incomodidad alguna
para los asistentes (por el contrario, es parte de la fiesta que representa
asistir al teatro). Continúa Benjamin con su fascinante crónica.
Los
chinos no exigen comodidad, porque tampoco la tienen en sus hogares. Vienen de
una casa sin calefacción a un teatro sin calefacción, se sientan sobre bancos
de madera, con los pies sobre la losa, y nada de eso les molesta. En cuanto a
la ceremonia, les importa un pepino. Saben tanto de teatro que en todo momento
se toman la libertad de hacer pública su opinión sobre el espectáculo. Si
dejaran eso sólo para el estreno, como ocurre en nuestros teatros, tendrían que
esperar bastante tiempo, pues en China hay obras que se dan cuatrocientos o
quinientos años seguidos. Y aun las nuevas obras son en su mayoría adaptaciones
de historias que cualquiera conoce y casi se sabe de memoria por novelas,
poemas u otras obras de teatro. Así que en el teatro chino no hay solemnidad.
Tampoco hay tensión dramática, no al menos de esa que depende del final de una
historia.
Los
actores chinos deben dominar una serie de conocimientos y destrezas cuyo
entrenamiento les exige años de formación mediante una disciplina sumamente
estricta.
En cambio
hay otra tensión que lo mejor sería compararla con la que nosotros sentimos
cuando vemos en el circo a un acróbata balanceándose en el trapecio o a un
malabarista manteniendo en equilibrio una pila de platos sobre un palo que
lleva en la nariz. En realidad, todo actor chino debe ser al mismo tiempo
acróbata y malabarista, además de bailarín, cantante y esgrimista. ¿Por qué? Lo
verán enseguida, cuando les diga que en el teatro chino no hay decorados.
El actor
no debe actuar sólo su papel, sino que también debe hacer de escenografía.
¿Cómo lo hace? Se los explicaré. Si por ejemplo debe superar un umbral, a
través de una puerta que no se ve, alza un poco los pies como si estuviera
pasando por encima de algo en el suelo. Los pasos lentos alzando alto los pies
significan, por su lado, que está subiendo una escalera. Cuando un general debe
trepar por una colina con el fin de observar una batalla, el actor que lo
interpreta se sube a una silla. Al jinete se lo reconoce por el látigo que
sostiene el actor en la mano. A un mandarín que es transportado en una litera
lo representa un actor que anda por el escenario rodeado de otros cuatro actores
que caminan con las espaldas dobladas, tal como si transportaran una litera.
Cuando hacen un movimiento brusco, eso significa que el mandarían ha descendido
de la litera.
Claro que
unos actores tan versátiles tienen un largo tiempo de aprendizaje, que por lo
general dura unos siete años. Ahí aprenden no sólo canto, acrobacia y todas las
otras cosas, sino también los papeles de alrededor de cincuenta obras, que
deben estar preparados para actuar en todo momento. Esto es necesario porque
rara vez la gente se conforma con la presentación de una única obra. Lo que
hacen es juntar esta escena de una obra y aquella escena de otra en variopinta
sucesión, de modo que en una sola noche pueden verse por turno una docena de
piezas teatrales. Por otro lado, si se quisiera poner en escena una sola obra
en toda su extensión, llevaría dos o tres días representarla. Así de largas son
estas obras.
Claro
está que en el grupo de actores hay quienes destacan por la excelencia de sus
actuaciones y que –según relata Benjamin- gozan de la enorme admiración del
público y los favores propios de la fama.
Pero
también hay algunas obras bien cortas, en las que aparece un solo personaje.
(…)
Sólo los
actores más destacados representan estas pequeñas obras ante el público. La
fama de estos actores es pavorosa. Allí donde se dejan ver les rinden los más
altos honores. Los ricos comerciantes o los funcionarios los invitan con
frecuencia a actuar en sus casas junto a su compañía.
Eso
sí, no caigamos en el error de creer que todo es armonía y placer en la vida de
estos pocos elegidos. La competencia, los celos, las envidias, las intrigas entre
los actores chinos, convierten en un juego de niños las que sabemos que existen
entre los nuestros.
Sin
embargo, ningún artista europeo querría estar en su lugar. La ambición y la
pasión de los actores chinos son tan grandes, que los maestros más reconocidos
viven constantemente con miedo a los atentados que planean sus rivales
envidiosos. Es imposible convencer a un actor o a una actriz de que ingiera
algo fuera de su hogar. Están convencidos de que el menor descuido puede
convertirlos en víctimas de un envenenamiento. Las hebras del té que beben
durante la representación las compran en secreto y cada vez en un negocio
distinto. Traen de casa el agua con que las hierven en su propia tetera y sólo
uno de sus parientes puede encargarse de la cocción. Las grandes estrellas
jamás pensarían en salir a escena si no dirige su propio director de orquesta,
pues temen que algún rival malévolo les tienda trampas durante la función
mediante indicaciones falsas o movimientos engañosos.
En
vistas de lo anterior no nos asombramos cuando Walter Benjamin subraya que el
mismo público que admira al actor por la brillantez de su actuación expresa con
vehemencia su desagrado si lo decepciona. “El público presta una atención
infernal y se despacha con silbidos y burlas al menor desliz. Tampoco le
importa nada arrojar tazas de té al artista si no está conforme con su
rendimiento.”
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