Establecer comparaciones es un recurso
habitual que se origina de la confluencia de la riqueza del lenguaje por una
parte, con la lucidez, veta poética y exuberante imaginación del hablante o
escribiente por la otra. Según Ricardo Piglia “el símil es una pequeña acción,
un microrrelato que se podría aislar y unir a otros para construir una red de
narraciones microscópicas.”
Las comparaciones que dejan huella en el
interlocutor o el lector lo logran por caminos opuestos: similitud o ajenidad;
pertinencia o impertinencia; gravedad o liviandad… Tan solo con el cometido de
presentar una pequeña muestra de lo dicho, hemos seleccionado algunas comparaciones
que pertenecen a diversos autores.
José Moreno Villa no tuvo
empacho en establecer un vínculo entre la ciudad de Puebla y su tío Manuel: “(…)
a pesar de los azulejos y del barroco blanco y rosa, para mí es una ciudad
severa, sin alegría, como mi tío don Manuel, general de brigada y oriundo de
Castilla la Nueva.”
Para Simón Leys el libro “Los
miserables” de Victor Hugo “es como un Niágara espumeante y atronador de
palabras (…)”
A quienes decían: “Mi patria
lo primero, tenga razón o no”, Chesterton les replicaba: “Mi madre lo primero,
borracha o sobria”.
Mozart –citado por Simon
Leys- afirmó: “Yo
escribo música lo mismo que una vaca mea.”
Siegfried
Kracauer para describir un personaje establece el siguiente símil: “Llegó el
maestresala, un caballero que vestía un frac más distinguido que el del
camarero y que, con el elegante pañuelo a modo de banderola, se deslizaba por
el local como un barco de paseo en un día festivo.”
William
Faulkner –citado por Ricardo Piglia- quiere comunicar una sensación particular
cuando afirma “(…) como si
hubiera estado largo tiempo echado sobre un piso sin poder cambiar de postura.”
Martín Olmos no duda ni por
un instante en relación a la contundencia de su comparación: “triste como una
tarde de domingo (…)”
Para trasmitir el momento en que debió esperar a que su
interlocutor dejara de llorar, John Berger dice: “Yo esperaba mientras lloraba, como uno espera en un paso a nivel a que
termine de pasar un tren con muchos vagones.”
Mientras hay quienes carecen del poder de establecer
comparaciones, para otros brotan con tanta rapidez que deben limitarse; así le
acontece a Antonio Alatorre: “Se
me ha ocurrido ese pasaje tal como a un músico se le ocurre un pasaje dentro
del movimiento de una sonata, tal como a un pintor se le ocurre un… (pero
basta; a veces mi lenguaje retoza demasiado por cuenta propia, y es tan fácil
ensartar comparaciones: como esto, como aquello, como lo de más allá).”
El don de formular comparaciones
se reparte democráticamente por lo que alcanza tanto a intelectuales como a quienes
no tienen vínculo con la vida académica; prueba de ello es esta obra maestra de
la que da cuenta Hedwig Lewis
Dos hombres ya mayores
descansaban en un bar de carretera. Uno de ellos bebió un gran sorbo de su taza
y, a continuación, miró de frente a su amigo y le dijo:
-La vida es como una taza
de té.
-¿Qué quieres decir? –le preguntó
perplejo su amigo.
-¡Cómo quieres que lo sepa!
–le respondió el otro-. No soy un filósofo.
Ahí queda la tarea pendiente
para que el lector proponga las posibles razones que dieron lugar a la comparancia, como dice la gente del
campo en ciertas regiones.
Seguramente todos tenemos
algún familiar o –como decía Josep Pla- un amigo, conocido o saludado que
ejerce el oficio con suma maestría. El peligro que enfrentan estos orfebres del
lenguaje –al decir de Ricardo Piglia- es que “a menudo el hecho que se quiere narrar queda opacado por el
poder de la comparación.”
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