En otra ocasión ya hemos aludido al
destino de la biblioteca de un apasionado a los libros al momento de su muerte
(http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2016/03/territorio-de-bibliofilos.html).
No se trata de historias que tengan por lo general un final feliz, cosa sabida
por todos aquellos que en el transcurso de su vida han ido reuniendo con mucho
sacrificio una valiosa (por muy diferentes motivos) colección de libros. La
amenaza es permanente para los integrantes del gremio, por lo que el tema es
recurrente entre ellos.
José Luis Melero -que de esto sabe y
sabe mucho- cuenta una historia que sería inverosímil si no conociéramos la
veracidad de la fuente.
Uno de esos libreros de Barcelona con
quien mantengo buena relación me contó un par de anécdotas que le habían
sucedido a lo largo de su vida profesional, las dos muy representativas de lo
que es el mundo del libro viejo. Una de ellas hacía referencia al poco tiempo
que tardan las viudas de los bibliófilos en vender sus bibliotecas. En cierta
ocasión una de estas viudas le llamó para venderle los libros de su marido. Le
dio la dirección y resultó tratarse de una vieja casa del Ensanche barcelonés
sin ascensor. Llegó a la casa el librero y delante de él, por la estrecha
escalera, subían dos empleados de una funeraria con un féretro vacío. ¿No irán
estos…?, se preguntó mi amigo. Pues sí, efectivamente, sí iban. Se pararon
delante del mismo piso que le habían dicho por teléfono a nuestro librero.
Abrió la viuda la puerta, pasaron los de la funeraria con el féretro y detrás
mi amigo el librero a comprar los libros. Aún estaba el difunto en la cama de
cuerpo presente cuando sus libros iban a parar ya a manos del librero de viejo.
(…)
Claro que no siempre es así, hay casos
que terminan bien sea porque el propietario de la biblioteca consiguió que
alguna institución aceptara el legado para cuando ocurriera su fallecimiento,
sea porque una vez que tuvo lugar el deceso alguna institución cultural
adquirió la totalidad del lote o por otros motivos lamentablemente poco frecuentes.
De allí que –como sostiene Melero- es una preocupación compartida por muchos,
preguntarse: “¿qué va a ser de nuestros libros?”. Ahora bien, reconoce el mismo
autor, no se trata de quedarse en la fácil crítica a los descendientes sino también
en ser capaces de ponerse en su difícil lugar.
Estos días se han vendido en Zaragoza
algunas bibliotecas. Ocurre siempre lo mismo: a la muerte del dueño de los
libros sus herederos no saben qué hacer con ellos. Aunque quieran ser
respetuosos y honrar la memoria del difunto, ni les caben esos libros en casa,
ni sus intereses como lectores son los mismos de quien formó esa biblioteca, ni
hay forma razonable de trocear esta y repartírsela entre ellos sin dañarla
irremediablemente. Así que llaman al ropavejero y este se lleva los libros a
precio de saldo. Y es que todo cuesta mucho cuando lo compramos y muy poco
cuando lo vendemos. Yo he sido testigo –y en ocasiones he intervenido- en
alguna de esas transacciones y son de una tristeza infinita, pues en un momento
desaparecen ante los ojos resignados de los hijos el esfuerzo y la pasión de
toda una vida de sus padres, los muchos libros anotados y trabajados, los
enormes sacrificios por conseguir tal o cual ejemplar. Pero, con eso y con
todo, lo que más desánimo produce es comprobar cómo se desmorona sin remedio lo
que es imposible de cuantificar: los sueños y las ambiciones de quienes
formaron durante años y años aquellas bibliotecas. Otra solución es donar los
libros a las instituciones (…) Pero también esto es muy complicado, pues
aquellas muchas veces no disponen del espacio físico adecuado para recibir y
cuidar con decoro quince o veinte mil libros que les caen encima de repente, ni
recursos humanos suficientes para encargarse de su estudio y catalogación, con
lo que muchas veces esas donaciones acaban convirtiéndose para ellas en un
problema de difícil solución.
Concluye José Luis Melero –en una suerte
de terapia de apoyo para sus colegas- con palabras que reivindican, con todo y
todo, el oficio fascinante del bibliófilo: “Así que al final todos nos
consolamos pensando que hemos disfrutado de nuestros libros en vida y que lo
que ocurra después con ellos ya no nos concierne.”
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