El diccionario define lápida como losa que suele llevar una
inscripción y añade otra acepción: losa que cubre una sepultura. Eulalio Ferrer,
quien ha estudiado a profundidad el tema funerario, señala:
Los ejemplos más antiguos consistieron
en una serie de mensajes ininteligibles -criptogramas-, oscuros por naturaleza
y oscurecidos aún más por el paso del tiempo, cuyo significado también se ha
erosionado. Ello explica por qué la palabra epitafio, de origen griego, sea
definida por el Diccionario de la Real Academia Española como "antigua
inscripción difícil de descifrar". Las lápidas sepulcrales fueron
incorporando el nombre propio de una serie de inscripciones con referencias más
sintonizadas y legibles.
Apunta Ferrer que “curiosamente, el
verbo lapidar no se vincula con la escritura fúnebre, sino que significa ‘matar
a pedradas’.”
Por epitafio
se entiende una inscripción funeraria y la palabra proviene del griego epi, “sobre” y taphos, “tumba”. Omar López Mato sostiene que “El epitafio es la
síntesis de una vida en una lápida, el reflejo de una existencia o las
vivencias finales de un ser en pocas palabras. En definitiva, el espíritu de
una persona sobre piedra.”
Es habitual que en estas palabras se
hable elogiosamente del fallecido y por ello Ambrose Bierce define al epitafio
como: “Inscripción en una tumba, que muestra que las virtudes adquiridas
gracias a la muerte poseen efecto retroactivo.” Tal vez ello haya originado el
antiguo proverbio italiano: “¡Miente más que un epitafio!”
Ahora bien, redactar el epitafio es todo
un arte y cuenta Eulalio Ferrer que con el transcurso del tiempo ha ido cambiando
la forma en que se escribe.
Si antes los padres de familia
grecolatinos acostumbraban redactar sus epitafios en medio de opíparos
banquetes con la ayuda de sus amigos, en el Renacimiento la moda era encargar
la redacción de epitafios, o visto desde otro punto, redactar epitafios por
encomienda, como si fueran mensajes personales de publicidad. ¿Su objetivo? Que
cualquier hombre con recursos económicos, no necesariamente un aristócrata,
pudiese tener una "muerte literaria", sublimada por el poder de la
retórica. La costumbre permaneció por varios siglos y se extendió más allá de
la región itálica.
Y presenta una situación muy peculiar
que se dio en Francia en relación a un integrante del alto clero.
En Francia, por recordar una anécdota
curiosa, el obispo de Langres convocó públicamente a redactar su epitafio por
cien escudos de premio. Se sabe que ganó un individuo llamado La Monoya con el que
transcribimos:
Aquí yace
un muy grande personaje que fue de ilustre linaje, poseía mil virtudes, que no
engañó jamás a nadie, que fue muy sabio. No diré más. Es demasiado mentir por
cien escudos.
En opinión de Edmundo González Llaca
dejar hecho el propio epitafio tiene grandes ventajas. “De una cosa si debemos
estar seguros, es necesario hacer nuestro propio epitafio, pues corremos graves
peligros si le dejamos esta tarea a los vivos.” Y para convencernos ejemplifica
con algunas situaciones del tipo de las que uno debería evitar.
(…) en Francia se murió un astrónomo que
era un personaje vanidoso que se pasaba el tiempo solicitando cargos o
reclamando honores y distinciones. Le pidieron a otro astrónomo, Camile
Flammarion, que redactara el epitafio del muerto. Y le puso: “Aquí yace fulano de
tal. Este es el único puesto que ha tenido sin haber antes solicitado una y
otra vez que se lo dieran”.
La otra situación que presenta es una
variación del mismo tipo de aquello que debemos evitar.
Otro caso es el del usurero inglés, a
quien la gente llamaba “El señor diez por ciento”. Aprovechándose de su amistad
con Shakespeare, un día le pidió que escribiera un epitafio para su tumba. El
dramaturgo tomó de inmediato el papel y escribió: “Aquí yace el señor diez por
ciento. Apostamos ciento contra diez a que no lo dejarán entrar en el paraíso”.
Así las cosas, al dejar en otras manos
la redacción del epitafio se corren riesgos de consideración.
Avisados.
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