El ajedrez cuenta con una amplia legión de adeptos que
participan en torneos así como en simples, y no tan simples, partidas por el
solo gusto de medirse frente al contrincante. Los juegos en general son de uno
a uno pero hay ocasiones en que un maestro lo hace ante varios adversarios en
forma simultánea. Hay lugares públicos que se han convertido en sedes
permanentes para los aficionados a este juego y allí se dan cita tanto los jugadores
como los mirones que apoyan, opinan y polemizan respecto a las estrategias
empleadas.
Ahora se celebra su existencia, pero hubo momentos en
que debió enfrentar resistencias de consideración, como las que enuncia Javier
Pastor.
"El
ajedrez es una mera diversión inferior que roba a la mente un tiempo valioso
que podría dedicarse a logros más nobles y que no ofrece ningún beneficio al
cuerpo". Así se las gastaban en Scientific
American en 1859 al hablar del ajedrez.
A juzgar por algunas investigaciones contemporáneas el
ajedrez ganó la partida decisiva frente a sus detractores, tal como Pastor lo
pone de manifiesto.
Los
beneficios del ajedrez son según varios estudios patentes en ámbitos como el de
la concentración, la comprensión lectora o las habilidades matemáticas. En una
investigación en Treveris (Alemania), se comprobó que al sustituir una hora de
matemáticas por una de ajedrez, los niños que asistieron a esa hora de práctica
del ajedrez sacaron mejores notas en matemáticas al final del curso.
Conocida es la pasión que le profesaban algunos
escritores; ejemplo de ello fueron Juan José Arreola y Luis Ignacio Helguera. Este
último subraya el lugar decorativo que ha ganado en tiempos recientes.
Adicto desde niño al ajedrez, me ha llamado siempre la
atención el frecuente uso “decorativo” que se hace de este juego de juegos en
la literatura, el teatro, el cine, la televisión, la publicidad, etcétera.
Juego antediluviano si los hay, el ajedrez está envuelto en un aura misteriosa
y venerable que lo vuelve muy prestigioso para ambientar o decorar una escena,
un diálogo, un comercial, cualquier cosa, no importa si el tablero está
colocado incorrectamente –casilla negra en esquina derecha-, si las posiciones
son absurdas o de plano imposibles –un rey al lado del otro-, si las jugadas
que ejecutan dos señores muy serios y sabihondos son infames, así las celebren
como notables, hasta que uno de ellos anuncia muy orgulloso y sonriente un
jaque mate que ni de broma lo es. Todo lo cual ocurre con frecuencia pasmosa.
Helguera equipara los momentos cruciales de la vida
con aquellos de gran tensión propios de una buena partida de ajedrez.
Sólo el ajedrecista de vocación, o corazón, sabe que
la emotividad profunda ante situaciones límite de la vida se experimenta de
manera parecida –tesión nerviosa, angustia, sudor, entumecimiento de las manos,
taquicardia- en situaciones límites de una partida de ajedrez.
Por otra parte Luis Ignacio Helguera describe el
extraño caso de Carlos Torre, un célebre maestro de ajedrez.
El caso real de Carlos Torre (1904-1978), el mejor
ajedrecista mexicano que ha habido (…) En la cumbre de su carrera, después de
vencer a Lasker y entablar con Capablanca y Alekhine, a los 22 años, Torre
sufrió un ataque de locura y le fue médicamente prohibido de por vida el
sentido único de su vida: jugar ajedrez. (…)
“Después de terminar el Torneo de Chicago –contó Torre
en una entrevista de 1928, exhumada por Hugo Vargas- un grupo de amigos me
invitó a Nueva York. Fuimos a un bar de la Calle 115, donde estuvimos bebiendo
algunas copas. Ese fue mi último momento lúcido; después ya no recordé nada,
hasta que me encontré en el barco para venir a Yucatán […] Todo esto ha sido la
causa de mi enfermedad: tanto trabajo y problemas de distinto orden hicieron
que todo se revolviera en mi cabeza.” Con el esfuerzo mental desplegado en los
durísimos torneos consecutivos de 1925 y 1926, el joven de 21 años se había
sobrepasado a sí mismo.
Antes de cumplir los veintidós, tuvo que retirarse del
ajedrez profesional: las tensiones que le provocaba una partida seria
desembocarían fácilmente en crisis nerviosas de fatales consecuencias. El gran
tablero del mundo esperó en vano el uno y otra vez anunciado regreso del astro
yucateco: consagrado como excelente comentarista de partidas y pedagogo tutelar
de ajedrecistas mexicanos, tuvo que resignarse Torre al ajedrez informal y
esporádico, rodeado de los cuidados de sus hermanos, todos médicos. Y aunque no
volvió a contender, en 1977 la Federación Internacional de Ajedrez le
reconoció, de modo retroactivo y casi póstumo, el título de Gran Maestro
Internacional. Un año después, el 19 de marzo de 1978, falleció el maestro Torre.
(…) murió lejos del tablero, en la prohibición del juego. De todas, es ésta,
tal vez, la muerte más dramática de un ajedrecista.
Aún más trágico es el extraño eclipse de Torre cuando
comprobamos que sólo nació para el ajedrez, que su vida era el ajedrez, ese
misterioso juego que en su formidable abstracción refleja las luchas concretas
de la vida.
Asexuado, introvertido, frío en su humildad y en su
afabilidad yucateca, Torre leía –como Lasker- sobre filosofía y matemáticas,
dominios de la pura abstracción como el ajedrez. Un buen amigo de Torre,
Rodolfo Ruz Menéndez, le dijo a Juan Villoro: “Todas las tardes iba a la casa a
comer un pan dulce y a tomar una taza de café, con eso se conformaba. Si iba a
un restaurante le decía a la mesera: ‘Tráigame lo que quiera, yo no puedo
escoger porque soy budista’ […] Hablaba de un modo sibilino.”
Que en la vida existen cosas raras, nadie lo duda. Una
de ellas, vinculada al ajedrez, pudiera ser –y de ello da cuenta el mismo
Helguera- la extraña similitud entre Torre y Lushin.
Tres años después del ensombrecimiento de Torre, en
1929, un exacto contemporáneo suyo, Vladimir Nabokov (1899-1977), sin conocer
el caso de Torre, creo yo, escribió su espléndida novela, La defensa, en que el protagonista, el genial ajedrecista Lushin,
víctima de una crisis nerviosa, se ve obligado a abandonar el juego, que
constituye el único sentido de su existencia. Torre y Lushin: dos desadaptados
conmovedores; dos seres torpes y opacos en la existencia y únicos y
deslumbrantes en el ajedrez; dos jugadores que creen en la realidad del juego y
descreen de las ensoñaciones de la realidad; dos mentes que sólo se iluminan en
los laberintos del tablero para precipitarse finalmente en sus abismales
tinieblas.
En rigor, las vidas de Torre y Lushin, terminan cuando
se les prohíbe médicamente su única razón de existir, cuando se les obliga a
abandonar la partida, a doblar el rey ante una pasión demasiado poderosa.
El ajedrez, una razón de existir.
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