Con
los criterios de extremar cuidados en las formas de los relatos para niños, la
recopilación de cuentos populares que hizo Charles Perrault a fines del siglo
XVII –como veremos- queda no sólo bajo sospecha, sino en franco proceso de
condena.
Hace unos
días en librerías de viejo di con un ejemplar de este clásico en el rubro de
cuentos infantiles. Ya desde el título se pone de manifiesto su incorrección
flagrante: “Cuentos de viejas” (en el prólogo, Ignacio Bauer apunta que el
título original fue Contes de ma mère
l'Oye y agrega “como si dijéramos Cuentos
de viejas”). El libro fue publicado en Madrid por la Editorial
Ibero-Africano-Americana y aun cuando no precisa fecha de edición es posible
suponer que estamos ante una obra de comienzos del siglo XX.
Refiriéndose a
Perrault, dice Bauer
Él fue,
si no el creador –porque la mayor parte de sus cuentos pertenecen al folklore
(…)- el que dio carácter permanente y figura propia e inmutable a aquel
mundillo de simpáticos personajes; el que los lanzó a correr aventuras y a
divertir a las gentes, y el que les rodeó de esas hadas y esos silfos, brujas,
gigantes y endriagos que –restos acaso de tradiciones antiquísimas o símbolos
de misterios iniciáticos- pueblan ese país de ensueño que tiene plena realidad
en la imaginación de la niñez, que la juventud recuerda con desdén, y al que,
de vez en cuando, la edad madura torna los ojos con melancolía.
Perrault
compiló esos cuentos tradicionales con la finalidad de entretener a sus hijos,
sin embargo al paso del tiempo “no tardaron en hacerse populares (…) y atravesar
las fronteras para extenderse por otros países (…)”.
Ignacio
Bauer propone un breve análisis de estas narraciones.
En los
cuentos de Perrault se mueven los personajes de dos mundos, el de la realidad y
el de los ensueños. Los del primero son seres de carne y hueso, adornados de
todas las maldades y todas las bondades de los que viven y se agitan a nuestro
alrededor. Desde el rey al mendigo, todas las clases sociales están
representadas en las narraciones del autor (…)
Y
agrega Bauer un apunte significativo “(…) sin que, por cierto, sean las más
altas las que mejor escapan de su pluma: que el pueblo siempre fue demócrata,
por instinto de conservación”.
Ahora
bien, si a los cuentos de Perrault se le aplicaran los criterios contemporáneos
de corrección en las formas se verían en serios problemas. A manera de ejemplo
va el inicio del primer relato del libro citado.
Riquet el
del copete
Una reina
dio a luz un niño tan feo y contrahecho, que se dudó si tenía forma humana.
Ante
tan contundente arranque, enseguida Perrault proporciona una buena dosis de
calma a los niños que escuchen o lean el cuento.
Un hada,
testigo del nacimiento, aseguró que el niño, a pesar de la fealdad, sería muy
simpático por su inteligencia y discreción, y le concedió la gracia de que
pudiera trasmitir su ingenio a la persona que mejor le pareciese.
La
soberana, afligida por haber echado al mundo un monigote semejante, se consoló
mucho con estas predicciones. No tardó en verlas cumplidas.
El
encuentro entre lo bueno y lo malo, lo hermoso y lo feo, está presente en
muchos de estos relatos, tal como lo explica Ignacio Bauer: “(…) han llegado a
constituir una especie de mitología infantil, y en los que se encarnan y
simbolizan los vicios, las pasiones, las virtudes, las fuerzas naturales, la
fatalidad y el destino”.
El
triunfo del bien –concluye Bauer- forma parte del propósito educativo del
escritor.
Ambos
mundos se compenetran e influyen mutuamente: el superior rige y gobierna al
inferior, y todo acaba del mejor modo posible, con el triunfo de la bondad, de
la juventud y de la belleza (…) lográndose con ello el fin educativo de que la
flor del optimismo florezca lozana en los corazones juveniles.
Hasta
aquí respecto a Perrault.
En la
próxima entrega transcribiremos una versión de Caperucita que cumple con los
criterios de la corrección expresiva.
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