jueves, 11 de julio de 2019

Los funerales de Stalin


En el artículo anterior nos referimos a la finalmente suspendida participación de un grupo de plañideras en la ceremonia fúnebre llevada a cabo por la muerte de Stalin a comienzos de marzo de 1953. Siguiendo al mismo Juan Forn (en quien basamos la nota anterior) tendremos cierta idea de la manera en que transcurrieron los funerales.
Hoy se sabe lo que eran las calles del centro de Moscú ese día [7 de marzo]: horas antes de que se anunciara que se velaría a Stalin en el Kremlin, la gente empezó a acercarse espontáneamente hacia la Plaza Roja. Cuando murió Lenin en 1924, decenas de miles de rusos llenaron todos los trenes hacia la capital, y no querían que se repitiera el mismo caos en los funerales de Stalin. Pero la falta de coordinación caracterizó esas primeras horas. Antes del alba, todas las calles que desembocaban en el Kremlin estaban atestadas de gente. Hasta ese momento todo era parecido a los aniversarios de la Revolución, pero sin barricadas ni guardias ni largas filas. Pero poco a poco las calles laterales empezaron a bloquearse, por la gente que quería llegar a las avenidas. En cada cuadra había una interminable fila de trolebuses y otra de camiones detenidos, paragolpe contra paragolpe, angostando el paso de la multitud. Había mucha policía y soldados, a juzgar por esos camiones, pero era tal la cantidad de gente que no se los veía. 
No había el menor margen para moverse, la gente había pasado así la noche: inmóvil, silenciosa, sin agua ni comida, ni posibilidad de ir al baño. Con las primeras luces se supo dónde estaban todos aquellos soldados de los camiones: cuando salieron en formación de combate desde adentro del Kremlin hacia la Plaza Roja, con el objetivo de vaciarla primero, y luego asegurar el perímetro, haciendo retroceder a las multitudes como fuera. Los que no querían quedar aplastados por la presión se arrastraban debajo de los camiones y los trolebuses o trataban de escurrirse por las alcantarillas incluso. Algunos pocos lograban colarse en algún edificio que no tuviera las puertas cerradas, y escapaban por los patios traseros que unían un edificio con otro, o por los techos, contemplando el río de gente aplastada allá abajo. Para las cuatro de la tarde, cuando anocheció, todo el centro de Moscú, ese anillo de edificaciones de piedra blanca que rodeaba el Kremlin y la Plaza Roja, estaba desierto, salvo los centinelas de la Guardia Roja que patrullaban fantasmalmente las calles. 
La ceremonia luctuosa duró un par de días –continúa Forn- en los que la multitud se despidió del líder.
El cadáver de Stalin fue enterrado en el mausoleo de Lenin el 9 de marzo (lo habían velado en la Sala de las Columnas del Kremlin, el mismo escenario donde había defenestrado uno a uno a los viejos bolcheviques: Kamenev, Sinoviev, Bujarin y el resto). Cuando el féretro descendió, sonaron las campanas de la Torre Spasskaya y una salva de disparos sonaba en contrapunto con cada campanada. El silbato de cada fábrica de Moscú acompañó la despedida y cada vehículo de la URSS se detuvo (tractores, trenes, tranvías, barcos, micros, camiones). Luego se hizo un silencio absoluto en toda la ciudad.
Aún cuando se carece de cifras precisas acerca de la magnitud de la tragedia, añade Forn que los intentos por evitar que las cosas se salieran de control resultaron insuficientes.
Cuando todo hubo terminado, corrió la voz entre los familiares de todos aquellos que no habían vuelto a casa en esos tres días que había que ir a la morgue de Lefortovo a tratar de reconocer al ser querido entre las filas de cadáveres que había hasta en los pasillos. Cada uno tenía escrito un número en tinta en la mano. Hay quien dice que fueron cuatrocientos; otros aseguran que superaban los tres mil, pero ni la radio ni los diarios soviéticos lo mencionaron. 
No es un dato menor el que ante la conmoción provocada por el fallecimiento del máximo líder, no hubo lugar -ni flores- para otros funerales (ni aunque se tratara de los de un destacado compositor).
Tampoco anunciaron las otras muertes que ocurrieron en esos días, como la del compositor Sergei Prokófiev, que murió en su cama de un derrame cerebral. No se lo pudo velar ni mover su cuerpo hasta que terminaron los funerales de Stalin. No se conseguían flores para ningún otro entierro en Moscú en esos días. La principal revista musical soviética informó la muerte de Prokófiev en la página 116 de su número siguiente; las primeras 115 estaban dedicadas a la muerte de Stalin. 
Concluye Juan Forn: “Hasta el 7 de marzo, el nombre de Stalin aparecía hasta cien veces por página en cada edición de Pravda. Un mes después del funeral, su nombre había desaparecido de la prensa soviética.”                                                              

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