Quienes la conocen atestiguan que, entre
muchas otras cosas, la ciudad de Viena se distingue por sus cafés tradicionales
en los que se han dado cita exponentes de la cultura, la vida política y la
bohemia. Lugar especial ocupa el Café Central fundado en 1876, que -después de
varios años de interrumpir su servicio- continúa abierto en otra instalación.
Señala Gloria Torrijos que “muchos intelectuales vivían prácticamente en esos
locales: entraban ya por la mañana llevando del brazo el atuendo que se iban a
poner para la noche y se cambiaban en un reservado cuando llegaba la hora de
salir del local (…)”
La época dorada de los cafés fue a fines
del siglo XIX y comienzos del XX. La predilección por uno u otro –continúa Torrijos-
era a gusto de cada quien.
[Peter] Altenberg, "el poeta sin
casa", como le denomina el escritor Claudio Magris en su libro El Danubio, vivía física y literalmente
en el Central, por ello, desde hace décadas una figura que le representa,
realizada en papel maché, está sentada frente a la puerta, como si estuviera
atenta a la entrada y salida de clientes. Es tan realista, que hay personas,
especialmente turistas, que al encontrárselo nada más entrar y verle mirando fijamente,
creen que es una persona, quizá perteneciente al local, y le saludan o se
despiden de él al pasar por su lado sin advertir que es una escultura.
Alfred Polgar en un artículo de 1926
titulado “Teoría del Café Central” (traducción y compilación de Francisco
Uzcanga Meinecke) presenta una crónica -como para alquilar balcones- acerca de
dicho recinto, en la que subraya la acción recíproca de la impronta que el café
marca en sus clientes y la que éstos imprimen al local.
Y es que el Café Central no es un café
como los demás; es más bien una forma de contemplar el mundo, una cosmovisión,
si bien una cuya íntima esencia es precisamente no contemplar el mundo. Porque
¿qué hay que contemplar? Pero de eso hablaré más adelante. Una cosa sí es
empíricamente incuestionable: no hay nadie en el Café Central que no lleve en
sí mismo una porción del Central, es decir, nadie en cuyo espectro luminoso no
se vea reflejado el color del Central, una mezcla de gris ceniza y verde
ultrachillón. Si el lugar se ha adaptado a las personas, o han sido más bien
éstas las que se han adaptado al lugar, es objeto de controversia. Yo sospecho que
se trata de una acción recíproca. “No eres tú quien está en el lugar; el lugar
está en ti”, dice Angelus Silesius, el Peregrino Querubínico [poeta religioso
alemán, 1624-1677, autor de epigramas y rimas de naturaleza contemplativa y
mística]. (…)
Una atmósfera que determina el clima
intelectual de este espacio, un clima muy peculiar en el que sólo prospera una
suerte de ineptitud vital que preserva a su vez esa misma incapacidad de vivir.
La impotencia ejerce aquí su poderío más genuino, aquí maduran los frutos de la
infertilidad, y la falta de propiedad devenga intereses. Sólo un verdadero
centralista es capaz de captar todo esto en su justa dimensión; un centralista
encerrado en el café y que experimenta la sensación de haber sido empujado a la
vida áspera, entregado a las circunstancias impredecibles, a las anomalías y a
la crueldad de los desconocido.
Polgar observa que muchos parroquianos –en notable paradoja- concurren al café en búsqueda de soledad.
El Café Central está ubicado bajo el
grado de latitud vienés, en el meridiano de la soledad. Sus habitantes son, en
la mayoría de los casos, personas cuya misantropía es tan intensa como su
anhelo por relacionarse con los demás; personas que quieren estar solas pero
que para ello necesitan compañía. Su mundo interior requiere una capa de mundo
exterior a modo de cubierta protectora, sus voces temblorosas no pueden
prescindir del respaldo del coro. Son naturalezas difusas, sumidas en el
desamparo en cuanto sienten esfumarse la certeza de ser parte del conjunto (al
cual contribuyen a dotar de color y sonido). Esta sensación no se la
proporciona al centralista ni su familia, ni su trabajo, ni su partido: aquí
interviene el café como sustituto de la totalidad, invitándole a sumergirse y a
disolverse en él. Es por ello comprensible que sobre todo las mujeres,
incapaces de estar solas, sientan debilidad por el Café Central. Un lugar para
personas conscientes de que su destino es abandonar y ser abandonadas, pero que
carecen de temple para aceptarlo. Un asilo para aquellos que necesitan matar el
tiempo y evitar que el tiempo les mate a ellos. El dulce hogar de quienes odian
el dulce hogar, el refugio de personas casadas y parejas de enamorados que
huyen de la angustia de la convivencia plácida, una casa de socorro para
desgarrados que pasan allí toda una vida buscándose a sí mismo y escapando de
sí mismos, escondiendo la parte fugitiva de su yo tras un diario extendido,
tras conversaciones insulsas y juegos de naipes, y adjudicando a la parte
persecutoria de su yo el papel de avefría que ha de cerrar el pico. El Café
Central es como una organización de desorganizados.
En este bendito espacio, a cualquier
individuo medianamente indeterminado se le atribuye personalidad –siempre que
permanezca en el recinto del café puede cubrir con este crédito sus expensas
morales-, y a todo aquel que muestre desprecio por el dinero del prójimo se le
ciñe la corona del antiburguesismo.
Asimismo el café tiene lazos indisolubles
con la anécdota, ya que la vida es captada a través de sus pequeños fragmentos.
“El centralista vive parasitariamente de la anécdota que circula en torno a él.
Esto es lo más importante, lo esencial. Todo lo demás, las peripecias de su
existencia, es letra pequeña, son aderezos, ornamentos, y pueden ser omitidos.”
En el próximo artículo seguiremos con el
tema.
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