lunes, 2 de septiembre de 2019

Oliver Sacks, resistencias familiares ante su homosexualidad


Será hasta poco antes de su muerte cuando Oliver Sacks abra un espacio autobiográfico dentro de sus muy recomendables libros (a los que ya hemos recurrido en varias oportunidades). En esta ocasión no nos detendremos en su trabajo profesional sino en testimonios de su vida que hemos tomado de En movimiento y de su obra póstuma Gratitud
Mil novecientos cincuenta y uno fue un año rico en acontecimientos, y en cierto modo doloroso. (…)
Acababa de cumplir los dieciocho, y mi padre consideró que había llegado el momento de que mantuviéramos una seria charla de hombre a hombre, de padre a hijo. Hablamos de asignaciones y dinero: un tema poco polémico, pues yo era de costumbres bastante frugales y sólo derrochaba en libros. Y a continuación mi padre abordó el tema que realmente le preocupaba.       
-No parece que tengas muchas amigas -dijo-. ¿No te gustan las chicas?
-No están mal -contesté, deseando que la conversación acabara ahí.
-¿Te gustan más los chicos? -insistió.
-Sí, me gustan más, pero no es más que una sensación. Nunca he “hecho” nada. -Y acto seguido añadí, con cierto temor-: No se lo cuentes a mamá. Será incapaz de aceptarlo. (…)
Sabía que la sola idea de la homosexualidad despertaba horror en algunas personas; sospechaba que ése debía de ser el caso de mi madre, y por eso le había dicho a mi padre: “No se lo cuentes a mamá. Será incapaz de aceptarlo.”
Así fue como la primera respuesta al reconocimiento de su homosexualidad provino del padre quien no pudo guardar el secreto, era demasiado para él. Una vez enterada, la reacción de su madre fue muy violenta y posiblemente haya ido aún más allá de lo esperado.
(…) y a la mañana siguiente mi madre bajó con una expresión de horror y me gritó: “Eres una abominación. Ojalá no hubieras nacido.” (Sin duda recordaba el versículo del Levítico que reza: “Si un hombre se acuesta con varón como hace con mujer, ambos han cometido una abominación: morirán sin remedio, su sangre caerá sobre ellos”.) (…)
A continuación se marchó y pasó varios días sin hablarme. (…) Mi madre, que era tan abierta y que casi siempre me apoyaba, era severa e inflexible en ese aspecto. Al igual que mi padre, solía leer la Biblia, y le encantaban los Salmos y el Cantar de los Cantares, pero la obsesionaban los terribles versículos del Levítico (…)
Aquella cuestión nunca se volvió a mencionar, pero las duras palabras de mi madre me hicieron detestar la capacidad de la religión para fomentar el fanatismo y la crueldad.
Observando aquel hecho en retrospectiva, Sacks se cuestiona en torno a la conveniencia de haber hablado de ello. “A lo mejor tampoco se lo debería haber contado a mi padre; en general, consideraba que mi sexualidad sólo me atañía a mí; no era un secreto, pero tampoco tenía por qué hablar de ella.” 
No es difícil imaginar el sentimiento desgarrador que le produjo la maldición (que en la cultura judía adquiere una especial significación) de su madre: “(…) sus palabras me persiguieron durante gran parte de mi vida, y tuvieron una gran importancia a la hora de inhibir e inyectar un sentimiento de culpa en lo que debería haber sido una expresión libre y gozosa de la sexualidad”.
Por supuesto que esta situación pudo haber llevado al total distanciamiento entre ambos, sin embargo no fue el caso. Significó una marca que quedó para siempre pero no tuvo lugar la ruptura; tal vez porque aun asumiendo el inmenso dolor que le provocó, Oliver Sacks recurrió a todos los atenuantes que pudieran explicar la reacción de su madre.
Todos somos hijos de nuestra educación, nuestra cultura y nuestra época. Y he tenido que recordarme repetidamente que mi madre nació en la década de 1890 y tuvo una educación ortodoxa, y que en la Inglaterra de la década de 1950 el comportamiento homosexual no se consideraba sólo una perversión, sino un delito. También he de recordar que el sexo es una de esas cosas -como la religión y la política- capaces de despertar sentimientos intensos e irracionales en personas por lo demás decentes y racionales. Mi madre no quería ser cruel, ni desearme la muerte. Ahora comprendo que de repente se sintió superada, y probablemente lamentó sus palabras, o quizá las colocó en una parte aislada de su mente.
Además, evoca que por aquellos años la persecución a la homosexualidad era implacable. 
En el Londres de la década de 1950 no era fácil, ni seguro, admitir la propia homosexualidad ni practicarla. Las actividades homosexuales, si se detectaban, podían conducir a penas severas, a la cárcel, o, como en el caso de Alan Turing, a la castración química mediante la administración obligatoria de estrógenos. La actitud de la gente era, por  lo general, tan condenatoria como la ley. A los homosexuales no les resultaba fácil encontrarse; había algunos clubs y pubs gays, pero eran constantemente vigilados por la policía, que llevaba a cabo continuas redadas. Por todas partes había agentes provocadores, sobre todo en los parques y retretes públicos, entrenados para seducir a los incautos y cándidos y llevarlos a la destrucción.
En este intento por comprender la actitud de su madre, a las ya mencionadas consideraciones de carácter general Sacks añade otra de alcance exclusivamente familiar.
Cuando en 1951 mi madre se enteró de mi homosexualidad y afirmó: “Ojalá no hubieras nacido”, lo dijo, aunque no estoy seguro de que en ese momento yo lo comprendiera, como una acusación, pero también fruto de su angustia, la angustia de una madre que, al percibir que había perdido a un hijo por culpa de la esquizofrenia, ahora temía perder a otro por culpa de la homosexualidad, una “enfermedad” que por entonces se consideraba vergonzosa y deshonrosa, y con una gran capacidad para estigmatizar y echar a perder una vida. Yo era su hijo preferido, su “pichurrín”, su “corderito”, cuando era pequeño, y ahora me había convertido en “uno de ésos”: una carga cruel que añadir a la esquizofrenia de Michael.
Hasta aquí hemos visto la reacción del padre y de la madre; la faceta tragicómica vendrá por parte del hermano y la cuñada.
Mi hermano David y su esposa, Lili, al enterarse de mi falta de experiencia sexual, pensaron que podía atribuirse a la timidez, y que una buena mujer, incluso un buen polvo, podrían enderezarme. Allá por la Navidad de 1951, después de mi primer trimestre en Oxford, me llevaron a París no sólo con la intención de ver los monumentos -el Louvre, Notre Dame, la Torre Eiffel-, sino de acompañarme a visitar a una amable prostituta que me pondría a prueba y, de manera paciente y diestra, me enseñaría lo que era el sexo.
Escogieron una prostituta de edad y carácter adecuado –David y Lili la entrevistaron primero, explicándole la situación-, y después me fui con ella a la habitación. Estaba tan asustado que mi pene se quedó fláccido de miedo y los testículos se encogieron hasta la cavidad abdominal.
La historia no quedaría completa si prescindiéramos de la respuesta –siempre según el propio Sacks- que también daría aquella experimentada mujer.
La prostituta, que se parecía a una de mis tías, comprendió la situación de inmediato. Hablaba bien inglés ése había sido uno de los criterios de  selección) y dijo: “No te preocupes. Ahora nos tomaremos una buena taza de té.” Sacó el juego de té y unos pastelillos, trajo el hervidor y me preguntó qué clase de té me gustaba. “Lapsang”, dije. “Me encanta el olor ahumado.” Por entonces ya había recuperado la voz y la seguridad en mí mismo, y charlé con ella sin ningún problema mientras disfrutábamos de nuestro té ahumado.
Como es de imaginar, el hermano y la cuñada estaban ansiosos por conocer el resultado de aquel encuentro.
Permanecí allí una media hora y luego me fui; mi hermano y su mujer se habían  quedado expectantes en  la puerta.
-¿Cómo ha ido, Oliver? -me  preguntó David.
-Genial –dije sacudiéndome las migas de la barba.
En sus notas autobiográficas Oliver Sacks narra la forma en que con el paso de los años –para ese entonces las cosas habían cambiado en algo- pudo recuperar la relación con tíos y primos.
En 1955, cuando tenía veintidós años, fui a Israel a pasar varios meses trabajando en un kibutz, y aunque me gustó, decidí no regresar. A pesar de que muchos de mis primos se habían trasladado a vivir allí, la política de Oriente Medio me  producía un gran desasosiego, y sospechaba que en una sociedad profundamente religiosa me encontraría fuera de lugar. Pero en la primavera de 2014, al enterarme de que mi prima Marjorie -una doctora que había sido protegida de mi madre y que había trabajado en el campo de la medicina hasta los noventa y ocho años- se estaba muriendo, la llamé a Jerusalén para despedirme. Su voz me resultó inesperadamente poderosa y retumbante, con un acento muy parecido al de mi madre. “No pienso morirme hoy”, me dijo, “y el 18 de junio celebro mis cien años. ¿Por qué no vienes?”
“Naturalmente que iré”, respondí. Pero al colgar comprendí que acababa de rectificar una decisión tomada casi sesenta atrás.
No fue más que una visita familiar. Celebré los cien años de Marjorie con ella y toda su parentela. Vi a otros dos primos por los que sentía un gran aprecio de cuando vivía en Londres, a innumerables primos segundos y lejanos (…)
Mención aparte dedica a la afectuosa bienvenida que les brindó Robert John, uno de sus primos a quien Sacks caracteriza como un observante ortodoxo de la religión. 
Durante la década de 1990 conocí a un primo y coetáneo mío, Robert John Aumann, un hombre de aspecto impresionante, de complexión robusta y atlética,  y con una barba blanca que ya a los sesenta años le otorgaba un aspecto de sabio venerable. Es un hombre de una gran capacidad intelectual, pero también provisto de gran ternura y calidez humanas, y de un profundo compromiso religioso; de hecho, “compromiso” es una de sus palabras favoritas.
Con estos antecedentes era comprensible que en oportunidad de su regreso a Israel el reencuentro con Robert John le generara inquietud.
Me imponía cierto respeto visitar a mi familia ortodoxa acompañado de mi amante, Billy -las palabras de mi madre todavía resonaban en mi cabeza-, pero también a Billy lo recibieron con gran afecto. El enorme cambio de talante, incluso entre los ortodoxos, quedó claro cuando Robert John nos invitó a Billy y a mí a compartir la primera comida del sabbat con él y su familia.
De esa armonía familiar surgieron algunas reflexiones y preguntas de índole existencial.
La paz del sabbat, de ese mundo detenido, de ese tiempo fuera del tiempo, era palpable, lo impregnaba todo, y me sentí inundado de melancolía, algo parecido a la nostalgia, y comencé a preguntarme: ¿Y si esta circunstancia y la otra y la otra hubieran sido distintas? ¿Qué clase de persona habría sido yo? ¿Qué clase de vida habría llevado? 
Finalmente, Oliver Sacks resume el feliz reencuentro familiar en muy pocas palabras: “No me sentía aceptado de ese modo por mi familia desde que era niño.”

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