Será hasta
poco antes de su muerte cuando Oliver Sacks abra un espacio autobiográfico
dentro de sus muy recomendables libros (a los que ya hemos recurrido en varias
oportunidades). En esta ocasión no nos detendremos en su trabajo profesional
sino en testimonios de su vida que hemos tomado de En movimiento y de su obra póstuma Gratitud.
Mil
novecientos cincuenta y uno fue un año rico en acontecimientos, y en cierto
modo doloroso. (…)
Acababa
de cumplir los dieciocho, y mi padre consideró que había llegado el momento de
que mantuviéramos una seria charla de hombre a hombre, de padre a hijo.
Hablamos de asignaciones y dinero: un tema poco polémico, pues yo era de
costumbres bastante frugales y sólo derrochaba en libros. Y a continuación mi
padre abordó el tema que realmente le preocupaba.
-No parece que tengas muchas amigas -dijo-. ¿No te gustan las chicas?
-No parece que tengas muchas amigas -dijo-. ¿No te gustan las chicas?
-No están
mal -contesté, deseando que la conversación acabara ahí.
-¿Te
gustan más los chicos? -insistió.
-Sí, me
gustan más, pero no es más que una sensación. Nunca he “hecho” nada. -Y acto
seguido añadí, con cierto temor-: No se lo cuentes a mamá. Será incapaz de
aceptarlo. (…)
Sabía que
la sola idea de la homosexualidad despertaba horror en algunas personas;
sospechaba que ése debía de ser el caso de mi madre, y por eso le había dicho a
mi padre: “No se lo cuentes a mamá. Será incapaz de aceptarlo.”
Así fue
como la primera respuesta al reconocimiento de su homosexualidad provino del
padre quien no pudo guardar el secreto, era demasiado para él. Una vez
enterada, la reacción de su madre fue muy violenta y posiblemente haya ido aún
más allá de lo esperado.
(…) y a la
mañana siguiente mi madre bajó con una expresión de horror y me gritó: “Eres
una abominación. Ojalá no hubieras nacido.” (Sin duda recordaba el versículo
del Levítico que reza: “Si un hombre se acuesta con varón como hace con mujer,
ambos han cometido una abominación: morirán sin remedio, su sangre caerá sobre
ellos”.) (…)
A
continuación se marchó y pasó varios días sin hablarme. (…) Mi madre, que era
tan abierta y que casi siempre me apoyaba, era severa e inflexible en ese
aspecto. Al igual que mi padre, solía leer la Biblia, y le encantaban los
Salmos y el Cantar de los Cantares, pero la obsesionaban los terribles
versículos del Levítico (…)
Aquella
cuestión nunca se volvió a mencionar, pero las duras palabras de mi madre me
hicieron detestar la capacidad de la religión para fomentar el fanatismo y la
crueldad.
Observando
aquel hecho en retrospectiva, Sacks se cuestiona en torno a la conveniencia de
haber hablado de ello. “A lo mejor tampoco se lo debería haber contado a mi
padre; en general, consideraba que mi sexualidad sólo me atañía a mí; no era un
secreto, pero tampoco tenía por qué hablar de ella.”
No es
difícil imaginar el sentimiento desgarrador que le produjo la maldición (que en
la cultura judía adquiere una especial significación) de su madre: “(…) sus
palabras me persiguieron durante gran parte de mi vida, y tuvieron una gran
importancia a la hora de inhibir e inyectar un sentimiento de culpa en lo que
debería haber sido una expresión libre y gozosa de la sexualidad”.
Por
supuesto que esta situación pudo haber llevado al total distanciamiento entre
ambos, sin embargo no fue el caso. Significó una marca que quedó para siempre pero
no tuvo lugar la ruptura; tal vez porque aun asumiendo el inmenso dolor que le
provocó, Oliver Sacks recurrió a todos los atenuantes que pudieran explicar la reacción de su madre.
Todos
somos hijos de nuestra educación, nuestra cultura y nuestra época. Y he tenido
que recordarme repetidamente que mi madre nació en la década de 1890 y tuvo una
educación ortodoxa, y que en la Inglaterra de la década de 1950 el
comportamiento homosexual no se consideraba sólo una perversión, sino un
delito. También he de recordar que el sexo es una de esas cosas -como la
religión y la política- capaces de despertar sentimientos intensos e
irracionales en personas por lo demás decentes y racionales. Mi madre no quería
ser cruel, ni desearme la muerte. Ahora comprendo que de repente se sintió
superada, y probablemente lamentó sus palabras, o quizá las colocó en una parte
aislada de su mente.
Además,
evoca que por aquellos años la persecución a la homosexualidad era implacable.
En el
Londres de la década de 1950 no era fácil, ni seguro, admitir la propia
homosexualidad ni practicarla. Las actividades homosexuales, si se detectaban,
podían conducir a penas severas, a la cárcel, o, como en el caso de Alan
Turing, a la castración química mediante la administración obligatoria de
estrógenos. La actitud de la gente era, por
lo general, tan condenatoria como la ley. A los homosexuales no les
resultaba fácil encontrarse; había algunos clubs y pubs gays, pero eran
constantemente vigilados por la policía, que llevaba a cabo continuas redadas.
Por todas partes había agentes provocadores, sobre todo en los parques y
retretes públicos, entrenados para seducir a los incautos y cándidos y
llevarlos a la destrucción.
En
este intento por comprender la actitud de su madre, a las ya mencionadas consideraciones
de carácter general Sacks añade otra de alcance exclusivamente familiar.
Cuando en
1951 mi madre se enteró de mi homosexualidad y afirmó: “Ojalá no hubieras
nacido”, lo dijo, aunque no estoy seguro de que en ese momento yo lo
comprendiera, como una acusación, pero también fruto de su angustia, la
angustia de una madre que, al percibir que había perdido a un hijo por culpa de
la esquizofrenia, ahora temía perder a otro por culpa de la homosexualidad, una
“enfermedad” que por entonces se consideraba vergonzosa y deshonrosa, y con una
gran capacidad para estigmatizar y echar a perder una vida. Yo era su hijo
preferido, su “pichurrín”, su “corderito”, cuando era pequeño, y ahora me había
convertido en “uno de ésos”: una
carga cruel que añadir a la esquizofrenia de Michael.
Hasta
aquí hemos visto la reacción del padre y de la madre; la faceta tragicómica vendrá
por parte del hermano y la cuñada.
Mi
hermano David y su esposa, Lili, al enterarse de mi falta de experiencia
sexual, pensaron que podía atribuirse a la timidez, y que una buena mujer,
incluso un buen polvo, podrían enderezarme. Allá por la Navidad de 1951,
después de mi primer trimestre en Oxford, me llevaron a París no sólo con la
intención de ver los monumentos -el Louvre, Notre Dame, la Torre Eiffel-, sino
de acompañarme a visitar a una amable prostituta que me pondría a prueba y, de
manera paciente y diestra, me enseñaría lo que era el sexo.
Escogieron
una prostituta de edad y carácter adecuado –David y Lili la entrevistaron
primero, explicándole la situación-, y después me fui con ella a la habitación.
Estaba tan asustado que mi pene se quedó fláccido de miedo y los testículos se
encogieron hasta la cavidad abdominal.
La historia
no quedaría completa si prescindiéramos de la respuesta –siempre según el
propio Sacks- que también daría aquella experimentada mujer.
La
prostituta, que se parecía a una de mis tías, comprendió la situación de
inmediato. Hablaba bien inglés ése había sido uno de los criterios de selección) y dijo: “No te preocupes. Ahora
nos tomaremos una buena taza de té.” Sacó el juego de té y unos pastelillos,
trajo el hervidor y me preguntó qué clase de té me gustaba. “Lapsang”, dije.
“Me encanta el olor ahumado.” Por entonces ya había recuperado la voz y la
seguridad en mí mismo, y charlé con ella sin ningún problema mientras
disfrutábamos de nuestro té ahumado.
Como
es de imaginar, el hermano y la cuñada estaban ansiosos por conocer el
resultado de aquel encuentro.
Permanecí
allí una media hora y luego me fui; mi hermano y su mujer se habían quedado expectantes en la puerta.
-¿Cómo ha
ido, Oliver? -me preguntó David.
-Genial
–dije sacudiéndome las migas de la barba.
En sus
notas autobiográficas Oliver Sacks narra la forma en que con el paso de los
años –para ese entonces las cosas habían cambiado en algo- pudo recuperar la
relación con tíos y primos.
En 1955,
cuando tenía veintidós años, fui a Israel a pasar varios meses trabajando en un
kibutz, y aunque me gustó, decidí no regresar. A pesar de que muchos de mis
primos se habían trasladado a vivir allí, la política de Oriente Medio me producía un gran desasosiego, y sospechaba
que en una sociedad profundamente religiosa me encontraría fuera de lugar. Pero
en la primavera de 2014, al enterarme de que mi prima Marjorie -una doctora que
había sido protegida de mi madre y que había trabajado en el campo de la medicina
hasta los noventa y ocho años- se estaba muriendo, la llamé a Jerusalén para
despedirme. Su voz me resultó inesperadamente poderosa y retumbante, con un
acento muy parecido al de mi madre. “No pienso morirme hoy”, me dijo, “y el 18
de junio celebro mis cien años. ¿Por qué no vienes?”
“Naturalmente
que iré”, respondí. Pero al colgar comprendí que acababa de rectificar una
decisión tomada casi sesenta atrás.
No fue
más que una visita familiar. Celebré los cien años de Marjorie con ella y toda
su parentela. Vi a otros dos primos por los que sentía un gran aprecio de
cuando vivía en Londres, a innumerables primos segundos y lejanos (…)
Mención
aparte dedica a la afectuosa bienvenida que les brindó Robert John, uno de sus
primos a quien Sacks caracteriza como un observante ortodoxo de la religión.
Durante
la década de 1990 conocí a un primo y coetáneo mío, Robert John Aumann, un
hombre de aspecto impresionante, de complexión robusta y atlética, y con una barba blanca que ya a los sesenta
años le otorgaba un aspecto de sabio venerable. Es un hombre de una gran capacidad
intelectual, pero también provisto de gran ternura y calidez humanas, y de un
profundo compromiso religioso; de hecho, “compromiso” es una de sus palabras
favoritas.
Con
estos antecedentes era comprensible que en oportunidad de su regreso a Israel
el reencuentro con Robert John le generara inquietud.
Me
imponía cierto respeto visitar a mi familia ortodoxa acompañado de mi amante,
Billy -las palabras de mi madre todavía resonaban en mi cabeza-, pero también a
Billy lo recibieron con gran afecto. El enorme cambio de talante, incluso entre
los ortodoxos, quedó claro cuando Robert John nos invitó a Billy y a mí a
compartir la primera comida del sabbat con él y su familia.
De esa
armonía familiar surgieron algunas reflexiones y preguntas de índole
existencial.
La paz
del sabbat, de ese mundo detenido, de ese tiempo fuera del tiempo, era
palpable, lo impregnaba todo, y me sentí inundado de melancolía, algo parecido
a la nostalgia, y comencé a preguntarme: ¿Y si esta circunstancia y la otra y
la otra hubieran sido distintas? ¿Qué clase de persona habría sido yo? ¿Qué
clase de vida habría llevado?
Finalmente,
Oliver Sacks resume el feliz reencuentro familiar en muy pocas palabras: “No me
sentía aceptado de ese modo por mi familia desde que era niño.”
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