En un
mundo tan materialista como el que habitamos, constituye un lugar común afirmar
que los buenos lectores no obtienen ningún beneficio económico que justifique
su dedicación sino que, por el contrario, el poco capital con el que cuentan
suelen gastarlo en comprar libros. Y así uno va dando por buena esta
argumentación hasta que… encuentra la siguiente historia narrada por José Luis
Melero.
Daroca
[ciudad y municipio de la provincia de Zaragoza] piensa acondicionar el palacio
de los Luna, uno de los más hermosos palacios civiles del mudéjar aragonés, y
convertirlo en un museo dedicado a Ildefonso Manuel Gil. En ese museo se
custodiará además la biblioteca del poeta, que su familia va a ceder
generosamente a Daroca. Entre los libros que viajarán a la hermosa ciudad
aragonesa, hay uno que guarda una sorpresa muy especial. Ildefonso me contó que
en cierta ocasión al volver de dar una conferencia, decidió guardar el dinero
que le habían pagado por ella en uno de los libros de su biblioteca. Pensó que
era una buena idea esconderlo entre sus páginas y así poder disponer de él
libremente cuando quisiera sin tener que dar cuentas a nadie. Pasó el tiempo y
se olvidó de aquel dinero. Cuando un buen día recordó que lo había guardado en
uno de sus libros ya fue incapaz de reconocer cuál de ellos albergaba aquellos
billetes. Una tarde repasamos entre los dos no pocos de esos libros sin éxito
alguno. Así que tal vez hoy, entre las páginas de uno de los libros de la
biblioteca de Ildefonso que va a viajar a Daroca, todavía dormiten escondidos
unos viejos billetes de diez mil pesetas que harían feliz al fetichista más
exigente. Eso le pasó al bueno de Ildefonso por no saber cómo esconder el
dinero dentro de los libros.
Si
usted cree que se encuentra ante un caso único, Jesús Marchamalo le ofrece la
oportunidad de enmendar su error.
Y hace poco me contaron
que cuando la biblioteca de Julio Cortázar (unos cuatro mil libros) llegó a la
Fundación Juan March, de Madrid, donde se conserva, apareció en alguno, oculto
en la solapa de las guardas, uno o dos billetes olvidados allí por el autor de Rayuela.
Por
tanto son muchos quienes guardan su dinero en los libros y, como lo demuestra
Marchamalo aportando un par de ejemplos, los escritores no son excepción. “Lo
hacía nuestro amigo Lampedusa, quien bromeaba afirmando que sus libros eran su
mayor tesoro.” Por su parte “Sergio Pitol me confesó que durante muchos años,
cuando ejerció como diplomático en algunos países del Este, utilizó su
biblioteca como caja fuerte, sobre todo las obras de Molière.” Difícil que los
amigos de lo ajeno adivinen las pistas que los podrían conducir a buen término
en la búsqueda del tesoro y que en este caso deberían orientarlos hacia “El
avaro”.
Por
su parte Juan Villoro comenta que su padre “guardaba billetes en un ejemplar de
Das Kapital (en la cuarta de forros
anotaba sumas y restas)” y es de suponer que los potenciales ladrones
descartarían tamaña inconsecuencia en un intelectual con inclinaciones
marxistas.
Este
tema ha ocupado a diversos escritores y cada quien tiene sus preferencias. Juan
José Millás recomienda guardar el dinero en una enciclopedia y para que esté
más seguro en la letra “S” de Suiza (seguramente por aquello de la
confidencialidad de cuentas), mientras que Melero prefiere ir sobre seguro
Yo cuando
quiero esconder unos billetes los cobijo entre las páginas de Dinero, la gran novela de Martin Amis, y
así me acuerdo siempre de dónde los tengo. Todo con tal de no olvidar en qué
libro hemos escondido nuestro dinerillo (…)
Esta última
aseveración no deja de ser tan solo la expresión de un buen deseo al que suele
ganarle el olvido porque -como dice Jesús Marchamalo- el problema de guardar
dinero en los libros reside en “que se corre el riesgo de perderlo
irremisiblemente”. Y ni se diga en el caso de que quien perpetre el robo sea
nada menos que un graduado en Letras, alguien con la capacidad suficiente para
saber hacia donde dirigir la búsqueda.
Avisados.
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