Esta
historia que cuenta José Jiménez Lozano llegó a su conocimiento al escuchar una
conversación de vecinos de mesa (seguramente en uno de esos tantos momentos en
que la plática de junto está mejor que la nuestra).
Recuerdo
que, este verano, sentado con J. en una terraza de un pequeño bar, oímos
rastros de una conversación en una mesa cercana que nos llamó la atención,
porque una y otra vez se hablaba de “La Mensajera”.
Unos
campesinos acomodados se referían a un sobrino de “La Mensajera” con el que
parecía que tenían algún negocio entre manos, que no podía prosperar sin el
consentimiento de esa misteriosa mujer.
Bastó
con ello para que Jiménez Lozano decidiera seguir el hilo (que como vemos no
surge como algunos creen con las nuevas tecnologías) de aquella historia.
Me
fascinó el apodo y luego he hecho algunas averiguaciones.
Resulta
que en uno de aquellos pueblos de La Moraña de Ávila –mi tierra-, un hombre de
ciertos posibles económicos, soltero y rondando los setenta comenzó unas
relaciones amorosas con la nieta de la que en sus años jóvenes había sido novia
suya, y con la que no había podido casarse porque a ella la casaron durante el
servicio militar de él, muy deprisa y con el candidato que había escogido la
familia. Pero ahora sin embargo, era la familia de él la que se oponía a esos
amores por razones de herencia, dice mi comunicante.
El caso
es que el pobre hombre vivía medio secuestrado para evitar cualquier encuentro
o comunicación con la chica, y únicamente era libre para entretenerse en la
huerta de la casa. Bastante tiempo después, cuando parecía que todo había
pasado, se descubrió que los enamorados habían mantenido intercambio de cartas
o incluso conversación a través de un pequeño orificio hecho en la pared de la
huerta medianera con el corral vecino, cuya dueña no sólo era cómplice, sino la
que ideó el invento, o el otro invento de echar por encima de la tapia una
gallina que llevaba atada a una pata un billete amoroso. Era como el caballo de
Troya, en una guerra de Troya, hecha también por la belleza de Helena.
La
historia acabó en boda y la vecina del protagonista de esta historia, que se
llamaba Dorotea, recibió el mote de “La Mensajera”, y se dice que también una
pequeña huerta con su noria y su acequia, como regalo por sus buenos oficios.
Con
esto ya sería suficiente para una buena historia pero resulta que la cosa no
termina ahí; continúa Jiménez Lozano
Mi
comunicante añade algo que complica aún más las cosas: “La Mensajera” tendría
entonces como cuarenta años y se dice que estaba “muy interesada” en el
campesino rico en cuestión.
“Pero,
por lo que fuera, favoreció a la chica”, concluye.
Llegado
a este punto, José Jiménez Lozano parece descubrir uno de los fundamentos del
arte de la narración.
Y en este
“por lo que fuera” está ciertamente el quid
de la cuestión, su quid literario y
narrativo, hecho por la vida que es un gran novelista y desafía toda
psicología, toda racionalidad plana y explicativa. La gloria de la literatura
es, precisamente, el ser un discurso sobre esas incertidumbres de “por lo que
fuera”: un cuadro con claroscuros, “no se sabe”, “qué se yo”, “un no sé qué”, y
balbuceos y “seguridades” por el estilo. La literatura es, decía Pierre Oster
con toda la razón del mundo, “cette petite science balbutient et nécessaire des
complexités de l'âme et de l’entrelacement singulier des choses”.
Así, con
su humildad característica, el por lo que
fuera abre las puertas a múltiples especulaciones y conjeturas que
pretenderán explicar aquello que forma parte del misterio personal del que
también estamos hechos.
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