No me avergüenza reconocer -aunque tal vez debería-
que soy anterior a las fotocopias. Tiempos duros aquellos en que utilizábamos
papel carbónico o papel carbón como única forma de hacer las copias requeridas.
Si bien en su momento fue una gran ayuda por lo que decir lo contrario sería
caer en ingratitud, no es posible olvidar sus inconvenientes: ensuciaba las
hojas así como las manos, borrar un error de dedo exigía una precisión de
cirujano para no terminar borroneando todo y el peor de todos cuando al
terminar de escribir una página descubríamos que lo habíamos colocado al revés
por lo que no había copiado nada…
Luego fue la información que los países desarrollados
ya contaban con este recurso, nos costaba creerlo. Luego, y con unos años de
atraso, aquella tecnología aterrizó por nuestros rumbos, todavía recuerdo la algarabía
y novelería que suscitó la entrada de la fotocopia en el mercado. Conservo aun
algunos documentos fotocopiados por aquel entonces con sus manchas de tinta en
los márgenes y partes casi ilegibles, ¡qué diferencia con las copias de hoy,
tan difíciles de distinguir del original!
Con estos recuerdos en la mente, en esta ocasión
traigo del Almacén un breve fragmento del artículo de Alejandro Zambra titulado
“Elogio de la fotocopia”.
Ensayos de Roland Barthes rayados con destacadores
fosforescentes, poemas corcheados de Carlos de Rokha o de Enrique Lihn, novelas
anilladas o precariamente empastadas de Witold Gombrowicz, de Clarice
Lispector: es bueno recodar que aprendimos a leer con esas fotocopias que
esperábamos impacientes, fumando, al otro lado de la ventanilla. Unas máquinas
enormes e incansables nos daban, por pocos pesos, la literatura que queríamos.
Leíamos esos tibios legajos y luego los guardábamos en las repisas como si
fueran libros. Porque eso eran para nosotros: libros. Libros queridos y escasos.
Libros importantes.
Pero hace unos años se declaró la guerra a las
fotocopias, una especie de cruzada que limitaba el número de copias que se
podían sacar de un libro, en que los negocios del ramo debían contar con
autorización de los autores, etc. Más allá de que fuera comprensible por el
tema de los derechos de autor, no dejaba de ser –como lo refiere Zambra- una
medida antipática.
Las campañas contra la fotocopia de libros de mediados
de los noventa fueron para nosotros, en este sentido, una especie de agresión:
querían quitarnos el único medio que teníamos para leer lo que verdaderamente
queríamos leer. Decían que la fotocopia mataba al libro, pero nosotros sabíamos
que la literatura sobrevivía en esos papeles manchados, tal como ahora
sobrevive en las pantallas, porque los libros siguen siendo escandalosamente
caros.
En fin, mucho que agradecer a los inventores de la
fotocopiadora que seguramente, y como tantos otros inventos, fue el resultado
del trabajo combinado de varios investigadores. Por curiosidad busco en
internet (obvio que recurso también inexistente en aquellos tiempos a los que
hemos aludido) y encuentro que en 1931 el inventor estadounidense Chester Floyd
Carlson comenzó las investigaciones que culminarían con la fotocopiadora.
Solo por ejercer mi legítimo derecho a la aclaración
es importante precisar que aquel proceso llevó muchos, muchos años. No fuera
cosa que todavía encima me agreguen años a los muchos que ya de por sí poseo.
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