Seguramente
a todos nos ha sucedido. Nos cruzamos en la calle, en el parque, en el
transporte público con alguien que por algo llama nuestra atención. Más aún, nos
impresiona, ignora que es portador de un mensaje que está dirigido a nosotros.
Nunca lo habíamos visto, posiblemente nunca lo volveremos a ver.
Pasa
el tiempo y aquel rostro permanece muy vívido en nuestra memoria. Tal vez a
alguien le haya sucedido lo mismo con nosotros y en este momento nos esté
recordando.
Misterios
de la vida.
Le
sucedió a Michel Tournier cuando viajaba en tren de Kioto a Tokio y su mirada
se detuvo en una pareja.
Muchedumbres
en el tren, porque la huelga ha provocado la supresión de ciertos trenes. Vamos
de pie hasta Nagoya. Pero la incomodidad de la postura se ve ampliamente
recompensada por la presencia de una pareja de ancianos admirables.
Y en
pocas palabras, muy pocas, los describe. “Él seco y alto, muy guapo. Pero ella…”
Sí, ella fue punto y aparte.
La
señora lo marcó tanto que Tournier, sin pedir permiso, se atrevió a entrar en
su intimidad, en las profundidades de su vida
(…) ese
rostro radiante de dulzura, de inteligencia, de bondad, con esa sonrisa de
mujer que lo ha visto todo, todo lo ha comprendido, lo ha perdonado todo.
¡Vivir en la luz de esos ojos!
El
encuentro con esos desconocidos –al mismo tiempo tan entrañablemente próximos-
fue breve. Concluye Michel Tournier: “Los dos ancianos desaparecieron para
siempre en la estación de Nagoya.”
Eso de que desaparecieron para siempre, se entiende, es solo un decir.
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