Hay textos que al cabo de los años permanecen
en la memoria con la misma emoción de cuando los leímos por primera vez.
Ejemplo de ello es un pequeño fragmento en que su hijo Juan nos comparte las
innegociables convicciones de don Luis Villoro.
(…) me recordó una sesión plenaria que
celebramos cuando murió mi abuela. Yo tenía unos diez años y admiraba la
extravagante relación que mi padre sostenía con el dinero: guardaba billetes en
un ejemplar de Das Kapital (en la
cuarta de forros anotaba sumas y restas), tenía una irrestricta y dramática
fobia hacia los lujos (si le elogiabas una corbata, dejaba de ponérsela) y
consideraba que toda fortuna monetaria era un veneno que debía de dañar a los
demás.
Aun siendo un niño –o quizás por eso mismo- al
hoy celebrado escritor le tocó hacerse cargo de registrar los acuerdos
alcanzados.
En aquella reunión, calcada de las sesiones del
Buró Político del Comité Central del Partido Comunista, fungí de secretario de
actas y anoté una frase que jamás olvidaría: “Hemos recibido un dinero que no
hemos hecho nada para merecer”.
Por tanto –continúa Juan Villoro- había que decidir qué hacer con
aquello que inmerecidamente se había recibido.
Mi abuela había dejado tierras, edificios y
otras propiedades dañinas para nuestras almas. La única manera de purificarnos
era regalarlas. Con enorme entusiasmo, mi hermana de ocho años y yo votamos por
despojarnos de la inmunda riqueza. Mi padre cerró esta sesión formativa
mencionando candidatos para la donación: Sergio Méndez Arceo, obispo de
Cuernavaca vinculado a la teología de la liberación, y un partido de izquierda
que aún no se formaba pero cuando lo hiciera sería magnífico.
Juan Villoro concluye la evocación de aquel
momento inolvidable: “Con el puño en alto, celebramos no ser ricos.”
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