Esta singular historia la conocemos gracias a José
Luis Melero.
En enero de 1893, La
Crónica de Huesca publicaba que José González Irigoyen, el verdugo de la
Audiencia de Zaragoza, tenía 76 años de edad y llevaba 56 en el oficio de
matarife.
Según el artículo -citado por Melero- hombre prolijo
José González Irigoyen llevaba al día el registro de su actividad: “Había
ejecutado nada más y nada menos que a 191 reos.” Su trabajo le venía por
herencia y constituía una práctica común en el entorno familiar.
En su familia habían sido verdugos su padre, dos
hermanos y un cuñado, pero su relación con el oficio venía de bastante atrás,
pues desde hacía 117 años siempre había habido verdugos en su familia.
Le había agarrado el gusto a su ocupación –siempre de
acuerdo con la crónica referida por José Luis Melero- gracias a la enseñanza de
su padre quien lo había entrenado desde muy niño como aprendiz.
Cuando González Irigoyen recordaba su niñez contaba
cómo su padre, cuando él aún no tenía nueve años, le obligaba a asistir a las
ejecuciones y hacerle de ayudante.
Asimismo José González Irigoyen estaba orgulloso por
el trabajo desempeñado así como por las muestras de profesionalismo que habían
caracterizado su larga trayectoria.
Era por entonces el decano de los ejecutores de la
justicia españoles y hacía alarde de su profesionalidad en el trabajo, pues
estaba orgulloso de que nadie le superara en perfección y serenidad.
Como a tantos otros trabajadores le atemorizaba –concluye
el testimonio retomado por Melero- que por cuestiones de edad pudiera
convertirse en un desocupado más.
Quería seguir “trabajando” hasta el final y, aunque
tenía algo “débiles las piernas”, aún contaba con fuerzas para seguir manejando
el garrote.
Nada que agregar.
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