Mientras se encontraba en
recuperación, el profesor se hizo presente en su habitación.
(…) cuando veo entrar a Olivecrona, me siento invadido
por una generosa gratitud. Querría decirle algo hermoso pero el profesor se
muestra serio y lacónico; tiene prisa; está distraído (…), parece revelar hoy
impaciencia y reproche:
-¿Pero quién diablos es usted en su tierra? –me
pregunta desconfiado-. Desde hace días recibo una enorme cantidad de cartas de
Hungría en las que me felicitan por haberle salvado la vida. (…)
Por la tarde creo comprender por qué estaba tan
malhumorado Olivecrona.
A las seis, cuando las visitas acaban de marcharse (…)
quedo a solas con mi mujer. La veo inquieta, se levanta de su asiento, sale de
la habitación, vuelve, pero no se decide a hablarme.
-¿Qué te pasa? –le pregunto tras una pausa prolongada.
La veo luchando consigo misma durante unos instantes, hasta que al fin se
decide:
-El Vikingo no me deja en paz.
Ese es el apodo con el que nombramos al profesor entre
nosotros.
-Me ha exigido por tercera vez que me atreva a
decírtelo.
Otra pausa.
-¿Sí? ¿De qué se trata?
-Es que no entiendo el apuro. Tal vez todavía…
Hago acopio de valor y digo:
-¿Vas a decírmelo o no?
-Según parece… Quiere que te diga que te ha salvado la
vida, pero…
-¿Pero?
-Pero dice que es humanamente imposible que recuperes
la vista.
En medio del colapso que le produce el anuncio,
Karinthy no quiere afectar a su esposísima.
Es terrible el caos que se produce en mi interior
después de tan inesperada y terrible noticia. Al principio no me oriento en mi
propia alma. Los pensamientos se suceden como relámpagos; partes de mí quieren
lanzar gritos desesperados, otras hacen señas desdeñosas para evitarlo. Mi
mujer me está observando; comprendo que debo decir algo que la tranquilice.
-Ya he visto suficiente en mi vida.
Eso es todo.
Aranka no sabe cómo interpretar tan parcas palabras.
Esperaba que me derrumbase, o me enfureciera con todos los presentes, o al
menos exigiera alternativas. Ciertas preguntas serían verdaderamente
pertinentes: ¿en qué basa Olivecrona su inapelable veredicto? ¿Significa eso
que quedaré sumido eternamente en esta especie de penumbra? ¿O el proceso será
como indicó el oftalmólogo de Budapest: se irá acentuando día a día hasta la
oscuridad completa? Tal vez la operación tuvo lugar demasiado tarde, y los
coágulos de sangre son irreversibles… ¿Será posible que no exista ningún
procedimiento que revierta mi ceguera?
Prefiero no preguntar nada. Mi mujer se levanta
perpleja y se acerca a la ventana. No sabe cómo interpretar mi falta de
reacción. ¿Debe tomarme por un héroe o por un imbécil?
Pero aquí se presenta una vuelta de tuerca inesperada
que Karinthy explica con todo detalle.
Ni un héroe ni un imbécil. ¿Quieren saber la verdad?
Seguramente conocen la historia de Miguel Strogoff, el correo del zar, y su
viaje de Moscú a Irkutsk, en cuyo momento culminante es hecho prisionero por
los tártaros y debe contemplar cómo azotan a su madre en su presencia y luego
es condenado a perder la vista. El verdugo acerca a sus ojos una espada que
arde incandescente. Los párpados de Strogoff arden, el olor a carne chamuscada
hace que la madre se desvanezca, el hijo se arrastra tanteando hasta ella y le
susurra al oído: “Madre, no se lo digas a nadie, pero puedo ver. Las lágrimas
que nublaban mis ojos cuando se acercó la espada impidieron que perdiera la
vista”.
En mi fuero interno sucedió algo parecido; fue por eso
que la aterradora noticia no tuvo el efecto temido. Me explico: desde la mañana
sentía una sospecha que fui corroborando en silencio a lo largo del día. En el
difuso óvalo de Syster Kerstin creí notar unos rasgos tan expresivos como
decididos. También el rostro de Olivecrona me había llamado la atención; cuando
no contesté a su pregunta fue porque precisamente en ese momento estaba
descubriendo que el color de sus ojos era azul. Luego fue el turno de la
cuchara, del contenido del plato, del bordado de las sábanas… Tuve que hacer un
esfuerzo para no explotar de alegría. Pero aún no me atrevía a contradecir el
dictamen médico, porque me faltaba una última prueba para convencerme del todo.
Todo plazo se cumple y llegaría el instante en que
habría que salir de dudas; la esperanza y el temor lo acompañaban.
A las tres de la tarde me dejaron solo unos instantes
y decidí que era el momento de realizar el experimento que tenía pendiente. En
la mesita de noche yacía el José de
Thomas Mann, que mi esposísima había traído para leerme cuando estuviera de
humor. Lo coloqué ante mí sobre la sábana, me puse las gafas que venía usando
desde hacía tres años.
Mi corazón latía con tanta fuerza como el del
apostador que orejea los naipes en la partida más importante de su vida. No me
costó esfuerzo decidir por dónde empezar: el ángulo de la página 273 estaba
marcado con un doblez. Era la página en que había dejado la lectura seis
semanas atrás, cuando ni con lupa podía ya distinguir las letras. Avancé varias
páginas; aquellas que Rozsi me había leído en voz alta junto a mi lecho de
enfermo en Budapest. Me detuve en la página 276. Recordaba bien la escena: José
acaba de ser encontrado en el fondo del pozo por unos mercaderes; uno de ellos
manda a su hijo a que baje y lo saque de allí.
Mi esposísima acaba de entrar en la habitación. Cuando
me vio con el libro en la mano le dije con voz muy tranquila:
-Escucha. Y luego cuéntale al Vikingo lo que vas a
ver.
Sin más preámbulo, me puse a leer con toda
naturalidad:
-“Sus heridas cicatrizaron al instante, a pesar del
tiempo pasado en el pozo, y la tumescencia de sus ojos había desaparecido. Con
los ojos bien abiertos se volvió hacia sus salvadores y sonrió al ver su
sorpresa…”.
-¿Qué…?
-Calla y escucha: “Quitadle las ataduras y traedle
leche para que se alivie, ordenaron. Y él bebió con tanta avidez que gran parte
del líquido, apenas entrado en su boca, volvió a salir de ella, como de la boca
de un recién nacido…”.
Un cuarto de hora más tarde me bajaron a la sección de
oftalmología. Esta vez pude leer sin dificultad la palabra escrita encima de la
puerta: Oogen. El oculista me examinó
durante largo rato, en absoluto silencio. Luego de depositar en la mesa el
espejo ocular murmuró una sola frase, que no expresaba ninguna convicción
médica y ni siquiera figura en el léxico científico. La frase fue:
-Ein Wunder!
(¡Es un milagro!).
Minutos más tarde, ya en mi cuarto, vinieron a verme
una sucesión de especialistas; uno de ellos ni siquiera pertenecía a la
clínica, era un oculista alemán en viaje de estudios y había sido convocado
especialmente de otro instituto. A continuación entró un fotógrafo que hizo
fotos de mi cabeza, por delante y por detrás, y me contó que las tomas eran
para una revista médica.
En pocas, muy pocas palabras, Karinthy saca sus
conclusiones. “El amor propio individual siempre cree en la excepción que confirma
la regla. Según la lógica de la Medicina, yo debía perder la vista, pero aquel
implacable diagnóstico no tenía en cuenta una cosa: que se trataba de mí.”
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