viernes, 20 de marzo de 2020

Frigyes Karinthy. Final de la historia/7


Los días en el hospital se hacían muy largos y a medida que Karinthy se iba recuperando, aumentaban las ganas de volver a su ciudad, a su casa.

Dormí muy bien. Sólo permití que me dieran la mitad del somnífero habitual porque me habían prometido que al día siguiente me quitarían las vendas de la cabeza. Dicho acto tuvo lugar a las diez de la mañana. Olivecrona y Söjkvist se encargaron de la tarea. Yo disfrutaba escuchando con los ojos cerrados, en un estado de extática felicidad, el sonido de las tijeras que me liberaban del enorme turban de gasa blanca. Experimentaba el mismo alivio que el buzo que va subiendo metro a metro hacia la superficie. Al terminar me entregaron un espejo de mano para que pudiera contemplar mi aspecto. Me dio gran satisfacción ver que no me habían cortado el pelo en el sector delantero de mi cabeza. Más temprano esa mañana me habían afeitado, así que mi cara mostraba el aspecto de mis mejores días, extraordinariamente delgada y pálida. Me causó una impresión muy cómica ver cómo mi enorme boca se extendía ahora casi hasta mis orejas, haciendo juego con mi gruesa nariz. Sonreí pudoroso, igual que una novia el día del a boda.
Solicité que se me permitiera sentarme en el borde de la cama, con las piernas colgando, pero los médicos se opusieron. Acepté de buena gana la negativa porque enseguida irrumpió en mi cuarto un periodista húngaro que estaba de paso por la capital sueca. Me contagió su buen humor desbordante; se ve que antes de venir a verme se había bebido unas copitas por el camino. Traía de Budapest toda clase de chismes y rumores. Cuando Olivecrona volvió a verme, mi visita se pudo de pie como un resorte y, en un alemán que ponía los pelos de punta, le dirigió al profesor un solemne discurso “im Namen von Ungarn”: en nombre de Hungría. Olivecrona se puso tan incómodo que abandonó la habitación sin decir palabra. Más tarde me preguntó, con todas las precauciones del caso, a qué se debía aquel exabrupto, y yo le expliqué que había tenido ocasión de conocer el temperamento húngaro en su más pura expresión.

No dejó de anotar los cambios observados en su ánimo, mejor aún en su sensibilidad, tanto que de a momentos parecía estar habitado por otro.
(…) me siento bien físicamente; lo que no anda bien es la moral. Estoy tan susceptible como un bebé con niñera nueva; voy irradiando conmiseración a mi paso entre personas, animales y plantas, y por el reino inanimado también. Un insignificante contratiempo padecido por unos desconocidos de los que se habla en mi presencia hace brotar de mis ojos inesperadas lágrimas, y anoche tuve que bajar la vista ante la triste mirada de un perrito de porcelana que alguien acababa de ganar en la Rueda de la Fortuna del hotel.

Las ganas de salir del hospital de a ratos se transformaba en enojo y frustración, hasta que llegó el momento tan esperado.

A la mañana siguiente, 25 de mayo, exactamente tres semanas después de la operación, mi humor estaba más cerca de la rabia que de la impaciencia. Solicité la presencia de Olivecrona y le manifesté que me volvería loco si no se me permitía a menos sentarme en la cama. Él me sostuvo la mirada largo rato y luego dijo:
-¿Sentarse? ¿Por qué no incorporarse, mejor, e intentar unos pasos?
Me tomó completamente por sorpresa la sugerencia. La escena que siguió parecía sacada de la Biblia, o del libro de Mann. Me senté, dejé colgar una y después la otra pierna, las afirmé en el suelo y me incorporé. Como el funambulista que va haciendo equilibrio por la cuerda floja, di un paso, luego otro; me detuve para cobrar aliento y di dos pasos más.
-Nada mal –dice la voz de Olivecrona, con toda naturalidad y simpatía, como si se tratara de una nimiedad-. Creo que ya podemos ponerle fecha a su partida. ¿Cuándo quiere salir de aquí?
La sobriedad de su anuncio me obliga a ser sobrio yo también. Pero no puedo con mi genio: necesito hacer una broma.
-Mañana mismo –digo.
-Perfectamente –contesta el profesor-. Mañana por la mañana le firmaré el alta y podrá irse.

Ya estando fuera del hospital y antes de su regreso a Budapest tuvo lugar un feliz e inesperado encuentro que le dio la oportunidad de poner en palabras la esencia de lo vivido a nivel personal y su perspectiva acerca de lo social. La cita es extensa pero consideramos que no tiene desperdicio.

Una mañana estoy tomando sol a la orilla del mar cuando una muchachita esbelta y rubia pasa corriendo a mi lado excitada: parece buscar a alguien. De repente, da media vuelta y se abalanza sobre mí con los brazos abiertos. 
-Onkel! Onkel!
Cae en brazos de su tío riendo y llorando a la vez y me come a besos. A su espalda alcanzo a ver, envuelta en un abrigo gris, a una dama de melena plateada. Es su madre. Hace veinticinco años que no veía a mi hermana Gizi; aparte del color de su pelo, nada ha cambiado en ella. Han llegado de Oslo en el tren de esta mañana. (…)
Durante el resto del día me paseo con mi sobrina “recién nacida”. Tiene veintitrés años (…)
Mi pequeña parienta noruega, me pregunta si me siento feliz por haber nacido de nuevo o, por el contrario, me veo a mí mismo como el náufrago arrojado a la orilla por una ola providencial cuando ya tenía quebrantado el ánimo. Te agradezco en el alma la compañía, mi querida Nini. Y creo que la merezco en ambos casos. Si me sintiera ciegamente optimista, no sería feliz de verdad, créeme; y no me refiero a lo que acaba de ocurrirme en Estocolmo. La catástrofe ocurrió no sólo conmigo sino con todos nosotros, hace tiempo ya…
¿Te maravillas por haberte atrevido a llamarme náufrago? Pues es la palabra correcta. No creas que menosprecio mi suerte, recién llegado a esta isla luego de la tormenta que casi acaba conmigo, aunque aún ignore si esta isla será habitable. Déjame acomodar un poco mis ideas, que las olas me han sacudido demasiado. (…)
Y, sin embargo, ¿no me ves plácido y sonriente? La causa, mi pequeña, es que el punto de partida de la nave, ese continente con el que tanto has soñado, hace ya tiempo que dejó de ser lo que tu ingenuidad imagina. Sí, viven allí muchos millones de seres humanos. Sí, hay una admirable y bondadosa naturaleza, bosques y prados, montañas y valles, son pródigas en abundancia sus riquezas… Pero, desde hace tiempo, esa nave ya no ofrece más seguridades, porque flota por encima de un mar que trepida fuego en sus profundidades; a pesar de la abundancia y la riqueza, cada momento es un inquietante regalo para los que vivimos allí… ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? En el fondo de nuestra alma nos damos perfecta cuenta de que todos terminaremos viviendo en una inmensa isla de Robinson. Todos, uno por uno, abandonados y solos; ya no se trata de que nuestra nave alcance o no la orilla de los deseos, sino de saber si el mar será o no clemente para llevar hasta tierra el humilde madero al que podamos agarrarnos en  el momento de la catástrofe.
Allá en el continente ha habido un terremoto, mi querida hija de navegantes intrépidos, aunque no todo el mundo se haya dado cuenta. Ya hace tiempo que la nave de las grandes ambiciones se fue a pique, y quienes creían que aún seguía surcando las olas están muertos, sus cuerpos yacen en sofás de terciopelo en el fondo del mar, sus ojos de cristal están congelados en una mueca de tonta soberbia… Pero ya ves: yo no he muerto, el naufragio me permitió llegar a tierra. Así fue como pude entender que lo que toca a continuación no es aspirar al máximo sino saber esperar el mínimo con que reemprender la vida. Así deambularemos por el mundo: como Robinson deambula por la isla a la que ha sido lanzado por las olas cuando se hundió bajo sus pies la nave de la comprensión que construyeron unos carpinteros hijos de carpinteros enviados por Dios hace largos siglos.
Robinson sabe aceptar como regalo cada mísero despojo que encuentra en su recorrido por la orilla; aprende a acostumbrarse a esas limosnas, restos de orgullosas naves, y a olvidar todo cuanto pueda echar de menos. Se trata de apreciar el mínimo frente al máximo, de aceptar de nuestro deudor la milésima parte de cuanto nos adeudaba y renunciar a lo demás, y contentarnos con que nuestro acreedor no nos quite el pellejo a causa de una deuda contraída con tanta ligereza… ¿Quejarme de la injusticia del destino, de la injusticia de los hombres? ¡Vamos, pequeña! En la isla de Robinson no hay lugar para eso. ¿El amigo que nos traicionó, el compañero que nos engañó, el mercader que nos despojó? No importan, porque al mismo tiempo nos tomará entre sus brazos el desconocido, nos salvará el extraño, nos devolverá nuestro único traje: nuestro pellejo, aquel que la Sociedad Protectora de Gángsters se llevó mientras dormíamos. Evitará que la Gran Empresa de Jabones nos corte los huesos y fabrique con ellos su mercancía, y apelará a semejantes artimañas para engañar al enemigo que nos ataca desde el interior de nuestro propio cuerpo.

Concluida estas consideraciones personales y sociales, llega el momento de los agradecimientos y del retorno a la patria.

Pero recuerda, mi querida Nini, la frase de César en Egipto: “Quien nunca ha esperado nada no podrá desesperar jamás”. Hacía tiempo que yo no esperaba nada. Agradezco, por eso, a mis amigos húngaros que no me dejaron perecer; agradezco el interés de todos cuantos se preocuparon por mi caso; agradezco las plegarias de los desconocidos, las donaciones anónimas, las cartas; agradezco los desvelos de los médicos y de mi esposísima; agradezco en el alma al profesor Olivecrona los años que me quedan por vivir. (…) Y agradezco al lector la amable atención con que me ha seguido hasta aquí.
Nos embarcamos mañana en el Britannia, a las seis y media, para volver a Hungría. El horizonte se abre ancho ante mí. Esta travesía será, a la edad de cuarenta y nueve años, mi primer viaje por mar.
                                                  Budapest, diciembre de 1936.

En otro pasaje tuvo especiales palabras de agradecimiento para las mujeres que se hicieron presente a la hora de uno de sus retornos a Budapest.

En la estación nos espera un grupo de amigos, sobre todo mujeres; cada una ha traído un regalo, y ríen y me quieren reconfortar. (…) Teniendo forma humana  son, a pesar de todo, algo completamente distinto al varón: son la eterna esperanza de que nuestra especie llegará alguna vez a algo. Si Dios accede a perdonar a la raza humana sus pecados, lo hará únicamente por las mujeres. ¡Ruega por nosotros, María!

¿Cómo siguió la historia?

Juan Forn da cuenta de ello.

Frigyes Karinthy volvió a Budapest luego de la operación, publicó su libro, retomó su gozosa rutina y, dos años más tarde, de vacaciones, cayó muerto de golpe mientras se ataba los cordones de sus zapatos, a pocos meses de que Hitler invadiera Polonia y empezara la Segunda Guerra Mundial.

Y es que, como dice F. Oliver Brachfeld, “los gliomas no suelen perdonar sino por poco tiempo: dos años transcurren después de la feliz operación, y un día, de repente, en rápido colapso, Karinthy muere, víctima del mal del que el humano arte y la ciencia pudieron triunfar, momentáneamente (…)”   

Agrega que “la enfermedad y la milagrosa, aunque efímera, salvación de nuestro autor del terrible trance de su tumor cerebral, llegó a ser en Hungría una especie de asunto público, que había interesado a los lectores de periódicos con una intensidad como nunca ningún asunto de esta índole.” Es por ello que “el genial cirujano del cerebro, Olivecrona, es invitado a Budapest, recibido y agasajado por todos, incluso por el Regente que lo condecora”.

Hay otra historia que amerita ser contada. Señala Forn que el reconocido neurólogo Oliver Sacks (a quien nos hemos referido en diversos momentos en este espacio)

(…) descubrió Viaje en torno de mi cráneo cuando era estudiante secundario en Inglaterra, a los quince años, en una edición popular de divulgación, y que por ese libro decidió ser neurólogo, y que cada vez en su vida que encaró un libro nuevo pensó en Frik Karinthy, se encomendó a su espíritu y simplemente se dejó llevar.
(…) cuando se puso a escribir lo tomó de modelo porque, a ochenta años de su publicación original, sigue siendo el mejor relato autobiográfico que existe de un viaje al interior del cerebro humano.

Por último, digamos que al pasar por Alemania en su viaje a Estocolmo, Karinthy intuyó los tiempos trágicos que venían.

(…) al despertar veo el horizonte gris y sé que estamos más allá de la frontera, en la nueva Alemania. Es curioso que vuelva a este país así, veinticinco años más tarde. (…) 
Alemania parece más seria y adusta ahora, como si su renacimiento no fuese tan sencillo como su nacimiento. Veo pocas construcciones nuevas, imaginaba que habría muchas más. Delante de una casita modesta, muy bonita por cierto, que vemos desde la ventanilla, mi esposísima me señala una inscripción que dice: “Tampoco podríamos construir esta casa sin nuestro Führer”.

Y concluye: “Es el primer signo de los tiempos actuales que vemos en nuestro viaje.”

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