martes, 17 de marzo de 2020

Frigyes Karinthy. Entre el desaliento y el humor/4


Con la certeza de saber lo que tiene ahora se trata de emprender el camino señalado por los especialistas. El período que aquí empieza no estará exento de sinsabores y desesperanzas, tal como los que describe Karinthy.

Estoy harto, estoy harto de toda esa historia. Me aburre la enfermedad; me aburre la muerte; no tiene nada de terrible ni de conmovedor ni de sublime o aterrador: no es más que aburrimiento, un aburrimiento que me sigue a cada paso como un infecto perro cobarde y gruñidor.
Me aburre mi modo de caminar con los pies apuntados hacia adentro para no desviarme continuamente hacia el medio de la calle o contra la pared. Me aburren las largas horas en el retrete, donde siempre hace frío; me aburre el chofer que me mira con compasión al verme bajar de su coche (…)

De acuerdo a su relato en un momento en que estaba de tertulia con sus amigos, el dolor llegó a ser tan intenso que consideró la idea de poner fin a su vida.

Desprendo el reloj de mi muñeca y lo coloco ante mí, sobre la mesa. (…)
Me miran desconcertados, vacilantes o inquietos; nadie se mueve. (…)
No le he revelado a nadie, y tampoco lo haré más tarde que, transcurridos los tres minutos, estaba realmente dispuesto, por primera y última vez en mi vida, si en el lapso de diez minutos no se desvanecía mi jaqueca, a tirarme delante del primer tranvía que pasase. Nadie podrá saber si hubiera sido capaz de hacerlo o no, porque el dolor cesó inesperadamente, como un relámpago.

Aun tomando en cuenta lo anterior, hay que destacar que por lo general prevalecía el humor irónico, a veces sarcástico, con que asumía las adversidades. En la estación de Viena antes de emprender el viaje decisivo a Estocolmo recurre al humor negro.

En mi último día siento orgullo de mi comportamiento. No molesto a los que me rodean; me guardo de proferir frases extraordinarias o memorables de las que más tarde se pueda decir: "Ya lo presentía, el pobre...". Empiezo a creer que puedo sortear el mal trance sin ninguna clase de últimas palabras, de las que siempre he tenido una pésima opinión. Observo mi con conciencia y todo cuanto tengo que reprocharle es una pequeña broma de mal gusto al pie de la horca, cuando la amable mujer de un amigo pregunta si costará muy caro el viaje: “La ida cuesta bastante cara, pero la vuelta será barata; parece que las urnas con cenizas no pagan pasaje”.

Aun en el trance que vivía, tenía el ánimo suficiente para cuidar y proteger a los demás por medio de pronósticos desgarradores con los que pretendía alejar todo mal.

A la estación nos acompaña sólo el fiel Joska. Son asquerosas las estaciones de tren: sucias, malolientes, sombrías, siempre hace frío, siempre llueve, siempre hay poca luz, ¡y cómo gritan todos! Hasta Joska anda cabizbajo, no lo resisto. El humor no nace en mí de las contingencias del momento, sino que es una necesidad vital, un narcótico. Doy perpetua rienda suelta a mi humor, por antipático que eso resulte en ciertos momentos.
-Cuando vuelva de Estocolmo todo será distinto, ¿sabes? –le digo a Joska-. Iremos a ver a Pötzl, será un poco difícil, subiré a gatas por la escalera de la clínica, llevaré en las manos y rodillas unos cepillos como los de los mendigos sin piernas que piden por los senderos del Ring. Pötzl saldrá a saludarme con mucha cortesía y hará como si no notara nada especial; con gran tacto me dirá: “Veo que todo ha salido bien”. Yo me despediré amablemente y bajaré la escalera como un cangrejo, apoyándome en los cepillos.
La nariz de Joska empieza a temblar, anticipando la carcajada explosiva. Bueno, bueno, no nos pongamos sentimentales, nada de balbucear palabras lamentables. ¡Adiós, adiós, hasta la vista!, y el tren se pone en marcha.

Tiene tiempo para imaginar la manera es que puede ser recibida la noticia de su operación, de la que daba cuenta pormenorizada la prensa en Budapest.

En el depósito de la calle Szvetenay, los cadáveres yacen en cajones de hojalata. El hielo sobre el cual están colocados se va derritiendo muy lentamente. Sus semblantes expresan indiferencia, la misma que exhibe el ordenanza sentado en el umbral que mastica una rodaja de tocino. Tiene el diario abierto en la página que habla de mi operación. “¿Y este tipo quién es?”, pregunta a sus inertes compañeros de almuerzo.

Y el último ejemplo en relación a su peculiar sentido del humor aun en tiempos difíciles, tiene lugar durante su estadía en Suecia.

A media mañana suelo bajar a la pequeña pastelería llamada Röden Stugan (cabaña roja) para tomar un café. La fröken va colocando en la mesa el jarrito, el plato, la taza y yo voy pronunciando el único vocablo sueco que conozco: “Tak (gracias)”. De tanto tak, tak, tak, me siento un viejo reloj despertador. Como mi conversación resulta pobrísima, estimo indispensable establecer otro tipo de contacto (…) Intento expresarme con las manos y los pies, cuando comprendo que son inútiles las palabras que profiero en alemán e inglés. Por fin señalo la ventana y mi corazón, con ambas manos.
Lo que quiero expresar es que se trata de una primavera maravillosa, y que son igualmente maravillosos el mar y los veleros y las montañas. Puede que mis manos hayan señalado más hacia mi barriga que a mi corazón. La fröken parece reflexionar, luego exclama: “Hyassó! (¡ah, sí!)”, y tras soltar un suspiro sonoro, como es costumbre en esta tierra, señala el final del pasillo donde se puede ver en la puerta la figura que designa el sexo al que pertenezco. Pago enfurecido y me voy murmurando en mi lengua vernácula, sin el menor eufemismo, mi opinión acerca del grado de inteligencia de aquella fröken (…)

Aranka, la esposa de Karinthy, jugó un papel decisivo en el proceso que venimos describiendo. Lo acompañó amorosamente y apoyó en toda circunstancia.

(…) dejo que mi mujer me conduzca (…) Me apoyo en todo momento en su brazo, pero de pronto ella me pide que me detenga un momento y desaparece un momento. Veo que nos hallamos delante de una iglesia. Ella reaparece enseguida sin hacer el menor comentario. A los pocos pasos, no resisto a la curiosidad y pregunto:
-¿Entraste a rezar por mí? ¿Qué le prometiste a los santos?
-No es asunto tuyo –contesta Aranka y seguimos el paseo en silencio.

Por algo se refería a ella como su esposísima.

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