Hemos
visto que los diagnósticos amigables fueron erróneos mientras que los
malestares seguían; en algún lugar Karinthy era consciente de lo que se estaba
jugando.
Mientras
(…) allí adentro, en las tinieblas de mi cráneo, continúa su lento y laborioso
trabajo el destino, afuera vibra misteriosamente el mundo circundante.
Algo
ocurre dentro de las paredes de mi cráneo. ¿Qué será? Yo lo sé menos que nadie;
los demás sólo sospechan. En alguna parte de esa sustancia blanda cuya forma
nos recuerda el interior de una nuez, y cuyo color es idénticamente
blancoamarillento, algo ocurre, no se puede saber todavía adónde. (…) es un
juego de azar macabro (…)
Después
de unas semanas en Budapest fue necesario nuevamente emprender viaje hacia
Viena, ciudad triste al parecer de Karinthy. “Y de nuevo Viena. (…) Nos
alojamos en el Hotel de France. Qué triste es esta ciudad; todo el mundo parece
malhumorado, desconfiado.” Le atormenta pensar que el autodiagnóstico fue quien
pudo haber llamado a la enfermedad.
A las
diez de la mañana siguiente nos presentamos en la clínica Wagner von Jauregg.
Ya desde el momento de subir la escalera, con muchas dificultades,
arrastrándome penosamente, pongo trabas a todo, aplazando lo inevitable con
toda clase de excusas y pretextos, y de repente me doy cuenta, con profunda
desesperación, de qué es lo que me repele de este lugar. En esta misma escalera
estaba parado hace tres semanas, junto a Aranka –es increíble; ese breve
período me parece tan largo como toda mi vida anterior- cuando solté como una
broma la idea absurda, ridícula, de que tenía un tumor cerebral.
Me
tortura la tenaz sospecha de que todo comenzó al pronunciar aquellas palabras:
la criatura nació cuando la llamé por su nombre. Las cosas existen porque les
damos nombre; con eso las reconocemos como posibles. Y todo cuanto nos parece
posible se realiza: la realidad es una creación de la imaginación humana. En el
caso que nos ocupa fue así, y cada paso posterior lo confirma.
Ahora
sí, es el momento de los especialistas, de los profesores, de los expertos de
renombre internacional.
(…) ya
está el profesor Pötzl con nosotros. Cabeza interesante: la expresión, la
mirada, los ademanes revelan al artista nato; cada uno de sus rasgos irradia
inteligencia, talento, sufrimiento y autodisciplina, el infalible cuarteto de
síntomas de todos los artistas verdaderos, de la clase que sean, de poeta a
acróbata de circo. Su cortesía no tiene nada de desagradable, está hecha de
respeto y compasión; su aire distraído es simpatiquísimo, de conocedor de
hombres. (…) Por lo demás, sabe perfectamente quién soy, así como yo no ignoro
que su padre fue uno de los humoristas más populares de Viena. Ni siquiera
hemos tocado el tema médico y ya empiezo a experimentar la misma sensación de
reaseguro del pasajero de un buque sacudido por las olas cuando se entera de
que el capitán acaba de encargarse personalmente del timón.
Juan
Forn proporciona detalles del descubrimiento poco propicio realizado por el
oculista y la posterior consulta entre especialista.
Hasta que
un oculista accede a revisarlo, y descubre una papila edematosa en el fondo del
ojo, y convoca de urgencia a colegas de otras disciplinas (están en el Hospital
Mayor de Budapest) y se decide dejarlo internado para una batería de análisis.
No sólo le revisan la vista, el oído y la coordinación, también el olfato: le
dan a oler ajos y frutillas, le piden que diga la diferencia. Le preguntan cuál
es su situación económica. La de siempre, contesta jocosamente Karinthy. Una enfermera
lo reprende: “No debería mostrar buen humor en su estado”. Recién ahí le cae la
ficha a Karinthy: “De pronto no hay punto fijo en ninguna parte. Aún me
encuentro en la mitad de ese instante, tan largo como una noche entera, cuando
comprendo que todos me tratan demasiado bien, es decir que algo está mal”.
Ese algo
es su cerebro. Karinthy padece un tumor, en una época en que los tumores
cerebrales tenían más de un 80 por ciento de mortalidad. Si no se opera
urgente, quedará ciego (y ése es sólo el primero de los síntomas que le
esperan), pero nadie en Hungría está capacitado para operarlo. El único capaz
de salvarlo en toda Europa es una eminencia sueca, el profesor [Herbert] Olivecrona,
con quien ya se han comunicado y quien lo espera con el quirófano listo en su
clínica de Estocolmo. Todo esto es relatado en tiempo real porque Karinthy ha
comenzado a contar en sus columnas lo que le sucede desde que oyó por primera
vez los trenes fantasmas. Sus amigos inician una colecta para pagar viaje y
operación: sobres anónimos con billetes arrugados llegan desde todos los
rincones de Hungría. Los lectores siguen paso a paso el trayecto del coche cama
que parte de Budapest a Viena y cruza luego toda Alemania con rumbo norte, cada
vez más al norte. En cierto momento Karinthy siente que el tren está bailando y
sale en pijama al pasillo y abre la puerta al final del vagón y ve mar a su
alrededor. No está alucinando. El coche cama va en un transbordador: están
cruzando a Suecia.
“Desde
los cinco años preferí las fábulas de Kepler y Newton a las de los hermanos
Grimm. Siempre quise saber cómo funcionan las cosas”, le dice a Olivecrona al
llegar a la clínica, pero el cirujano prefiere de interlocutora a Aranka, la
esposa médica de Karinthy, que también es la encargada de tomar al dictado el
folletín de su marido y repetirlo después por teléfono al diario de Budapest.
“No van a dormirte durante la operación porque eso aumenta los riesgos. Pero no
temas, el cerebro no siente dolor”, le dice.
Se acercaban momentos difíciles de futuro incierto.
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