viernes, 13 de marzo de 2020

Frigyes Karinthy. El diagnóstico/3


Hemos visto que los diagnósticos amigables fueron erróneos mientras que los malestares seguían; en algún lugar Karinthy era consciente de lo que se estaba jugando.

Mientras (…) allí adentro, en las tinieblas de mi cráneo, continúa su lento y laborioso trabajo el destino, afuera vibra misteriosamente el mundo circundante. 
Algo ocurre dentro de las paredes de mi cráneo. ¿Qué será? Yo lo sé menos que nadie; los demás sólo sospechan. En alguna parte de esa sustancia blanda cuya forma nos recuerda el interior de una nuez, y cuyo color es idénticamente blancoamarillento, algo ocurre, no se puede saber todavía adónde. (…) es un juego de azar macabro (…)

Después de unas semanas en Budapest fue necesario nuevamente emprender viaje hacia Viena, ciudad triste al parecer de Karinthy. “Y de nuevo Viena. (…) Nos alojamos en el Hotel de France. Qué triste es esta ciudad; todo el mundo parece malhumorado, desconfiado.” Le atormenta pensar que el autodiagnóstico fue quien pudo haber llamado a la enfermedad.

A las diez de la mañana siguiente nos presentamos en la clínica Wagner von Jauregg. Ya desde el momento de subir la escalera, con muchas dificultades, arrastrándome penosamente, pongo trabas a todo, aplazando lo inevitable con toda clase de excusas y pretextos, y de repente me doy cuenta, con profunda desesperación, de qué es lo que me repele de este lugar. En esta misma escalera estaba parado hace tres semanas, junto a Aranka –es increíble; ese breve período me parece tan largo como toda mi vida anterior- cuando solté como una broma la idea absurda, ridícula, de que tenía un tumor cerebral.
Me tortura la tenaz sospecha de que todo comenzó al pronunciar aquellas palabras: la criatura nació cuando la llamé por su nombre. Las cosas existen porque les damos nombre; con eso las reconocemos como posibles. Y todo cuanto nos parece posible se realiza: la realidad es una creación de la imaginación humana. En el caso que nos ocupa fue así, y cada paso posterior lo confirma.

Ahora sí, es el momento de los especialistas, de los profesores, de los expertos de renombre internacional.

(…) ya está el profesor Pötzl con nosotros. Cabeza interesante: la expresión, la mirada, los ademanes revelan al artista nato; cada uno de sus rasgos irradia inteligencia, talento, sufrimiento y autodisciplina, el infalible cuarteto de síntomas de todos los artistas verdaderos, de la clase que sean, de poeta a acróbata de circo. Su cortesía no tiene nada de desagradable, está hecha de respeto y compasión; su aire distraído es simpatiquísimo, de conocedor de hombres. (…) Por lo demás, sabe perfectamente quién soy, así como yo no ignoro que su padre fue uno de los humoristas más populares de Viena. Ni siquiera hemos tocado el tema médico y ya empiezo a experimentar la misma sensación de reaseguro del pasajero de un buque sacudido por las olas cuando se entera de que el capitán acaba de encargarse personalmente del timón.

Juan Forn proporciona detalles del descubrimiento poco propicio realizado por el oculista y la posterior consulta entre especialista.

Hasta que un oculista accede a revisarlo, y descubre una papila edematosa en el fondo del ojo, y convoca de urgencia a colegas de otras disciplinas (están en el Hospital Mayor de Budapest) y se decide dejarlo internado para una batería de análisis. No sólo le revisan la vista, el oído y la coordinación, también el olfato: le dan a oler ajos y frutillas, le piden que diga la diferencia. Le preguntan cuál es su situación económica. La de siempre, contesta jocosamente Karinthy. Una enfermera lo reprende: “No debería mostrar buen humor en su estado”. Recién ahí le cae la ficha a Karinthy: “De pronto no hay punto fijo en ninguna parte. Aún me encuentro en la mitad de ese instante, tan largo como una noche entera, cuando comprendo que todos me tratan demasiado bien, es decir que algo está mal”.
Ese algo es su cerebro. Karinthy padece un tumor, en una época en que los tumores cerebrales tenían más de un 80 por ciento de mortalidad. Si no se opera urgente, quedará ciego (y ése es sólo el primero de los síntomas que le esperan), pero nadie en Hungría está capacitado para operarlo. El único capaz de salvarlo en toda Europa es una eminencia sueca, el profesor [Herbert] Olivecrona, con quien ya se han comunicado y quien lo espera con el quirófano listo en su clínica de Estocolmo. Todo esto es relatado en tiempo real porque Karinthy ha comenzado a contar en sus columnas lo que le sucede desde que oyó por primera vez los trenes fantasmas. Sus amigos inician una colecta para pagar viaje y operación: sobres anónimos con billetes arrugados llegan desde todos los rincones de Hungría. Los lectores siguen paso a paso el trayecto del coche cama que parte de Budapest a Viena y cruza luego toda Alemania con rumbo norte, cada vez más al norte. En cierto momento Karinthy siente que el tren está bailando y sale en pijama al pasillo y abre la puerta al final del vagón y ve mar a su alrededor. No está alucinando. El coche cama va en un transbordador: están cruzando a Suecia.
“Desde los cinco años preferí las fábulas de Kepler y Newton a las de los hermanos Grimm. Siempre quise saber cómo funcionan las cosas”, le dice a Olivecrona al llegar a la clínica, pero el cirujano prefiere de interlocutora a Aranka, la esposa médica de Karinthy, que también es la encargada de tomar al dictado el folletín de su marido y repetirlo después por teléfono al diario de Budapest. “No van a dormirte durante la operación porque eso aumenta los riesgos. Pero no temas, el cerebro no siente dolor”, le dice.

Se acercaban momentos difíciles de futuro incierto.

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