Tal
vez la expresión “a toro pasado” (que algunos concluyen añadiendo “todos somos
Manolete”) constituye una síntesis del tema que nos ocupa. Desde el hoy es
posible mirar al pasado con buena dosis de soberbia y lucidez (que por cierto
tanta falta nos hace para analizar y actuar en nuestro presente). Diversos
autores aluden a ello, como cuando John Berger dice: “Nada es más sencillo que
ridiculizar el pasado, ni nada más ridículo.”
Ante
tantos hechos desgraciados del pasado surgen las preguntas: ¿Cómo fue que ante
ello no reaccionaron?, ¿no se dieron cuenta de lo que estaba pasando?, sólo
faltaría agregar “¡si hubiésemos estado nosotros, esto no hubiera acontecido!”
Pero es importante considerar que en el futuro los censurados seremos nosotros,
como afirma Ana Ruiz Echauri: “Dentro de 50 años alguien se preguntará si los
de ahora no sabíamos qué pasaba en el Mediterráneo.” Y cada quien, de acuerdo a
donde vive, puede adaptar a su realidad estas preguntas que desde ahora nos
hace llegar el futuro.
Hoy es
fácil, bien fácil, reímos de las utopías y causas por las que lucharon nuestros
predecesores. Jean-Claude Gillebaud profundiza en la cuestión
En retrospectiva, toda utopía es ingenua. A dos o tres
decenios de distancia, las infatuaciones del pasado parecen habitadas por
enigmáticos delirios, extrañas miopías, infantiles propuestas. Intensa es la
tentación de ironizar, y la resistimos con dificultad. Cada generación tiende a
igual crueldad con la precedente: crueldad que consiste en armarse de una
sobreabundancia de lucidez y en asombrarse misericordiosamente de los
“ingenuos” compromisos de antaño. Pero es un propósito abusivo. Ganamos siempre
sin mérito las batallas retrospectivas y nos liberamos sin gloria de las
ilusiones arruinadas por el tiempo. Además, es una fácil crueldad: solo
interviene a posteriori y rara vez
llega lejos. Postura triunfante, pensamiento miserable.
Ante
ello la reacción de Guillebaud no se hace esperar.
En realidad, jamás deberíamos sonreír sin precaución
ante las utopías fenecidas ni burlarnos imprudentemente de las Vulgatas pasadas
de moda. Al menos por dos razones. Primero, porque encarnaron, en su tiempo,
una esperanza que no siempre merece ser insultada (solo quien se adapta al
orden establecido goza humillando una fantasía). Luego, porque nada es más
peligroso que la complacencia con uno mismo. Suele ser erróneo creerse agudo.
Toda época adhiere, sin saberlo, a sus propias utopías –“la ideología
invisible”-, que juzga razonables. Cree en ellas. Cada generación quiere
convencerse de que sabe más que la precedente y habla con voz más fuerte,
cuando en verdad solo obedece a un sistema de creencias e hipótesis
“falsificables” en la acepción popperiana del término.
La crítica a
posteriori de una utopía se funda a menudo, inconscientemente, en una nueva
utopía que mañana o pasado mañana arriesga mostrar lo que fue en realidad.
Falsa lucidez científica caída de su pedestal, será mirada con desdén por una
nueva Vulgata, ajusticiada con la misma ferocidad supuestamente “esclarecida”.
Y así, en una lóbrega alternancia de vanidades y cegueras. En la historia de
las ideas, todo debería invitarnos a la modestia.
No está de más recordar la sugerencia de Goethe: “El pasado es frágil, trátalo como si fuese hierro candente.”
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