miércoles, 28 de febrero de 2024

Dudosa atribución de los inventos

 Este asunto se las trae por varios motivos.

Durante mucho tiempo a nadie interesó que su nombre quedara en la memoria colectiva asociado a un invento (algo parecido aconteció en el terreno del arte cuando firmar una obra podía ser interpretado como inmodestia, dado que el papel de la persona era tan solo ser ejecutor de la inspiración divina). En todo caso la mayor satisfacción del innovador posiblemente fuera sentir que había contribuido al bienestar colectivo.

Por otra parte, siempre deben haber existido quienes se atribuyeron una creación que en realidad habían copiado de otros; los vivillos han estado presentes a lo largo de la historia.

Asimismo, y tal como lo refiere Luis de Zulueta, se desconoce el nombre de quienes fueron responsables de innovaciones que trajeron aparejados grandes beneficios sociales.

La modificación, al parecer, pequeña, de un instrumento o herramienta puede provocar transformaciones decisivas en la vida humana.

Los griegos y los romanos, como es sabido, enganchaban sus animales de tiro por el cuello, con lo que era muy escasa su fuerza de tracción. Las caballerías no podían sustituir a los esclavos. Todo el genio de un Aristóteles no sirvió para inventar un pretal o correaje racional para una bestia de tiro. Ese modesto invento medieval de la collera o de los arreos que permiten al animal hacer fuerza con el pecho y los hombros, ha tenido quizás en la marcha de la sociedad humana mayor influjo que “La Política” del filósofo de Estagira. Nos decía el eminente profesor francés Paul Rivet, recordando un libro de su compatriota Lefévre des Noëttes, que esa humilde invención de caballeriza, más que todas las doctrinas humanistas y las predicaciones evangélicas, había facilitado en Europa la supresión de la esclavitud.

Según Peter Burke -citado por Víctor Roura- fue en el siglo XV cuando se impuso la costumbre de dejar registro de los inventos.

El arquitecto renacentista Filippo Brunelleschi puso en guardia a un colega frente a quienes pretendían arrogarse el mérito de las invenciones de otros. De hecho, la primera patente conocida se otorgó al mismo Brunelleschi en 1421 por el diseño de un barco. La primera ley sobre patentes fue aprobada en Venecia en 1474. El primer derecho de autor registrado para un libro se otorgó al humanista Marcantonio Sabellico en 1468 por su historia de Venecia y el primer derecho de autor de un artista lo concedió en 1567 el Senado de Venecia a Ticiano para proteger los grabados impresos de sus obras de imitaciones desautorizadas. La regulación echó a andar lentamente.

Pero aun con la aparición de oficinas especializadas en vigilar los derechos de inventores y creadores, la atribución puede seguir despertando dudas.

Y para argumentar el punto tan solo recurro a dos ejemplos.

No recuerdo quien decía hace muchos años que su tío había inventado los pañuelos de papel, o kleenex como habitualmente se les llama, porque desde siempre llevaba parte de un rollo de papel higiénico en el bolsillo trasero de su pantalón.

Del segundo caso fui testigo. No de la ejecución del invento, pero sí de su vislumbre. Aun recuerdo con enorme emoción cuando siendo niño me padre me llevaba al cine, en la ciudad de Montevideo, a ver películas de Cantinflas. A él le molestaba que el público se riera mucho ante algunas escenas porque ello impedía escuchar lo que seguía. Recuerdo perfectamente cuando me dijo: “algún día habrá que inventar algo en que uno pueda parar la película para reírse a gusto y después seguir viéndola”. He ahí el origen de las videocaseteras que recién hicieran su aparición varias décadas después.


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