Nada fácil resulta darle cauce a la buena intención de donar libros cuando
uno entiende que ha llegado la hora de hacerlo. Por lo general este momento va
acompañado de una buena dosis de melancolía, tristeza o dolor. Algo de consuelo
se encuentra cuando los libros se mudan a un lugar donde serán útiles a
personas lectoras.
Pero las dificultades no son solo emocionales, sino también prácticas; tal
como lo atestigua Juan José Millás. “Decido desprenderme de un montón de libros
que ya no sé dónde meter porque mi casa, como mi cabeza, tiene sus
limitaciones. Llamo a la biblioteca de mi barrio para ofrecérselos
gratuitamente, como una donación, pero no los aceptan.”
Y la misma situación se repite en nuevos intentos. “Llamo a otras
bibliotecas públicas y tropiezo con idéntica negativa pese a que les estoy
ofreciendo autores de primera calidad.”
Ello le parece absurdo por lo que propone algunos símiles. “Me digo que es
como si en el banco no te aceptaran el dinero. Sería absurdo. O como si fueras
al Museo del Prado con un Goya y te dijeran que gracias, pero que les crea
muchas complicaciones, pues hay que ficharlo, catalogarlo, colgarlo y cuidar de
él.”
Así las cosas, Millás llega a una dura conclusión. “Entiendo que las
bibliotecas son las únicas instituciones que reniegan de lo que hacen. Tienen
los libros por obligación, porque no les queda más remedio, porque lo que les
gustaría de verdad sería convertirse en bancos.”
Llega a imaginar lo que sucedería en una situación diferente. “De hecho,
estoy seguro de que si en lugar de las obras completas de Shakespeare
encuadernadas en piel les ofrecieran un millón de euros envuelto en papel de
periódico, lo aceptarían con una sonrisa de oreja a oreja.”
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