(una versión resumida de este artículo se publicó en La Jornada Semanal )
A toda gran ciudad, villa, poblado, localidad, puede faltarle cualquier cosa pero no héroes. Durante mucho se pensó que plaza sin monumento no era plaza de a de veras. Por aquello de las buenas relaciones internacionales siempre es bueno tener la estatua de algún prócer extranjero, pero lo que en realidad no puede faltar es el héroe paisano, el que haya nacido en ese mismo lugar o de menos siendo natural de otro sitio haya tenido algún gesto digno de mención en la localidad de que se trate.
Ilustración: Margarita Nava |
Y es aquí donde empiezan a surgir las dudas porque o la heroicidad se encuentra repartida en forma muy democrática y da para todos o bien existe la necesidad de apropiarse de un héroe a como de lugar. Jorge Ibargüengoita no descarta esta última posibilidad.
No hay que titubear ni dejar la tarea para mañana. Hay que lanzarse a revisar los archivos, consultar con los eruditos, determinar el lugar histórico, adquirirlo, reunir las reliquias dispersas, mandar hacer placas conmemorativas, construir una hornacina en la que arderá un fuego eterno que se encenderá en los momentos oportunos, etc. La cosa es urgente.
Al que me diga que en su pueblo nunca ha pasado nada, le respondo que por cálculo de probabilidades eso es imposible. Nuestra historia está repleta de héroes y todos han tenido una vida muy agitada. No hay pueblo por donde no haya pasado alguno de ellos, o triunfante o huyendo. En donde no se firmó un tratado se firmó un plan político o una sentencia de muerte. En donde no se dio una batalla, alguien fue fusilado, vio la luz por primera vez, o formó gobierno provisional. En el peor de los casos, alguien pasó la noche.Cuando por indiferencia pública el suceso se ha perdido en la noche de los tiempos, hay que recordar que la cultura es un filón riquísimo. Nunca falta un pintor desconocido, un poeta oscuro, un historiador olvidado. Hay que rescatarlos. Hay que buscar la casa donde vivieron y trabajaron, adquirirla, limpiarla, pintarla, ponerle una placa y abrirla al público. Si es un pintor, buscar al coleccionista, pedirle que done la obra al pueblo y darle crédito. Si es poeta o historiador, buscar sus manuscritos en el baúl de la nieta.
Después, conviene visitar a los parientes del difunto ilustre y pedirles fotografías. Ir al cuarto de triques y rescatar la levita pasada, el sombrero de copa, la mesa donde trabajaba, la silla que usaba, el manguillo con que escribía.
Por otra parte, y tal como lo señala Juan Villoro, los héroes deben tener en su haber, entre otras muchas cualidades, alguna frase digna de recordarse y en su carácter de seres extraordinarios es aconsejable que las palabras que hayan empleado también lo sean.
Los héroes, además de estimular la escultura y el culto a los laureles, mantienen activo un segmento del lenguaje. Nada más adecuado para resumir sus vidas que las églogas donde se conjugan verbos que rara vez salen del diccionario. Y es que los paladines viven en gramática de gala: cuando no arrostran se prosternan; ya subyugan, ya son subyugados. Luego sueltan su frase célebre: “Los valientes no asesinan" o "Si tuviéramos parque... no estarían ustedes aquí". Los Beneméritos, los Libertadores, los Padres de la Patria no pueden vivir sin Palabras Mayores.
No son pocos los dichos que han pasado a la Historia con tal énfasis que para muchos ciudadanos la información sobre cierto personaje se limita a repetir su frase identificatoria. Carlos Monsiváis ofrece algunos ejemplos.
Las frases, los apotegmas del siglo XIX provienen de la historia y se difunden con tal de forjar el espíritu cívico o patrio. Al demandarle a su padre la incorporación al bando español, el héroe insurgente Vicente Guerrero contesta: “Señor, usted es mi padre, pero la patria es primero”; Guadalupe Victoria, en la batalla, lanza al río su arma y grita: “Va mi espada en prenda, voy por ella”; el liberal Guillermo Prieto, ante la traición del destacamento en Guadalajara que va a fusilar a Benito Juárez, se precipita y lo cubre con su exclamación: “Soldados, los valientes no asesinan”; Juárez incluye en un discurso la frase que lo acompañará para siempre: “Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.
¿Qué distingue a estas frases? Inequívocamente, su origen político y épico. ¿Y qué las exceptúa del olvido? Desde luego, el hambre de hazañas que al transmitirse en la educación básica se vuelven expresiones abstractas; en segundo lugar, el gusto por las señas de identidad colectiva que son o quisieron ser instrucción cívica; finalmente, una certeza: a la historia, la experiencia totalizadora, se le puede encapsular en unas cuantas sentencias brillantes.
Respecto a alguna de las frases asociadas a los héroes existen dudas acerca de su verdadera paternidad. Alejandro Rosas da un ejemplo de ello.
No falta en Guelatao el sitio público donde se lee: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. Cada letra de la frase más célebre de la historia mexicana está escrita en el muro que, en la plaza, mira hacia el sabino, y ve de frente al monumento oficial —donde ya no queda rastro alguno de la casa de [Benito] Juárez—, pero que, año tras año, sirve de altar en los homenajes realizados por el gobierno y los miembros de la masonería.
Aunque la conocida máxima es original de Emmanuel Kant —premisa fundamental en su obra La paz perpetua (1795), Juárez la inmortalizó casi un siglo después, en el emotivo discurso que leyó el 15 de julio de 1867, al regresar a la capital del país luego del fusilamiento de Maximiliano. Una breve frase —perdida entre párrafos intensos que hablaban de la guerra, de la patria y de la legalidad— trascendió el espíritu del documento por una razón: era una moraleja para los derrotados el reconocimiento de un principio universal de convivencia entre las naciones.
Por otro lado y una vez que el héroe recibe el nihil obstat laico por parte de los guardianes de la historia oficial, hay que encontrar una imagen de él (hasta tiempos recientes fue más que improbable que se tratara de ella) que permita identificarlo sin ningún lugar a dudas. Sería impensable que frente a una imagen hubiese que discernir si se trata de Hidalgo, Morelos, Allende o Aldama. Para ilustrar este punto citamos nuevamente a Ibargüengoitia a quien mucho interesó el tema.
Hay que conmemorar al prócer en un momento determinado y siempre con la misma ropa, al fin no tiene por qué cambiarse. Hay que tener en cuenta que la calva del cura Hidalgo, la levita de Juárez y el pañuelo de Morelos son más importantes para identificar a estos personajes que su estructura ósea. Supongamos que vemos la imagen de un militar de mediados del siglo pasado. No nos dice nada. En cambio, si vemos que está rasurado y trae anteojitos, sabemos que es Zaragoza. [...]
La historia que nos han enseñado es francamente aburridísima. Está poblada de figuras monolíticas, que pasan una eternidad diciendo la misma frase: “la paz es el respeto al derecho ajeno”, “vamos a matar gachupines”, “¿crees tú acaso, que estoy en un lecho de rosas?”, etcétera.
Los héroes, en el momento de ser aprobados oficialmente como tales, se convierten en hombres modelo, adoptan una trayectoria que los lleva derecho al paredón, y adquieren un rasgo físico que hace inconfundible su figura: una calva, una levita, un paliacate, bigotes, y sombrero ancho, un brazo de menos. Ya está el héroes, listo para subirse en el pedestal.
Todo esto es muy respetuoso, ¿pero quién se acuerda de los héroes? Los que tienen que presentar exámenes. ¿Quién quiere imitarlos? Yo creo que nadie. Ni los futuros gobernadores.
Ahora bien, permítaseme un paréntesis (en algunos casos estas representaciones no son demasiado felices tal como se dice aconteció con una imagen de José Artigas, prócer en mi tierra de origen, frente a la cual un extranjero de visita en el país cometió la irreverencia de preguntar: “¿y quién fue esta viejita?”).
Ahora bien, existiendo héroes, efemérides, necesidad de fortalecer la identidad en la memoria compartida así como instituciones, no pueden faltar las ceremonias cívicas. Las escuelas no son el único, pero si el más importante, recinto en el que tienen lugar. Por cierto en estos actos no deja de llamar la atención la existencia hasta la fecha de las llamadas bandas de guerra, como que estas nos hiciesen falta (me refiero a las guerra, no a las bandas).
Claro que existe quien se rebela ante los tiempos marcados por las efemérides; es el caso de Guillermo Sheridan. “Siempre me he rebelado contra la tiranía de los ritmos emocionales consagrados por alguna efeméride que debemos adoptar sin cuestionamiento. Eso se lo debo a los maristas, que nos querían dulces y devotos en mayo y marciales y belicosos en septiembre, sensuales en verano y místicos en abril.”
Es posible que algún potencial lector -en el supuesto caso de que exista- sospeche ante el tono que se va perfilando en este artículo, de mi adhesión a los Testigos de Jehová por aquello de sus resistencias a las ceremonias cívicas y a los símbolos patrios. Ante ello me apresuro a declarar que no pertenezco a esa congregación.
Lo cierto es que –de acuerdo con Ibargüengoitia- cuando de fiestas cívicas hablamos resulta muy difícil poder innovar y hasta cierto punto es mejor que no se haga.
Unos buenos festejos cívicos son la cosa más difícil de inventar, si se pretende que sean originales, solemnes –sin llegar a ser soporíficos- y que afecten positivamente a todas las capas de la población, sin provocar divisiones ni enemistades.
Generalmente lo primero que se le ocurre al comité encargado de formular el programa de los festejos es hacer un monumento. [...]
Si el conmemorado fue hombre de paz, no hay problema. Si, por el contrario, se trata de un hombre que cambió el curso de la historia con una matanza, hay que tener cuidado para no poner a la nación en peligro de que, a consecuencia de los festejos, el curso de la historia vuelva a cambiar. Si, por ejemplo, el prócer murió frente a un pelotón de españoles, es evidente que la conmemoración más adecuada debería ser una matanza de españoles. Esto sería llevar las cosas demasiado lejos. [...]
Otra tarea importante del comité organizador consiste en establecer claramente qué clase de personaje fue el festejado.
Supongamos que se trata de conmemorar a un general que después de una larguísima carrera opaca, le tocó perder gloriosamente una de las batallas decisivas en la historia de México.
¿Qué hacer? Desde luego inventarle una frase célebre, que ponga de manifiesto la entereza de su ánimo ante la derrota total. Decir que le dijo al enemigo algo así como “nos ganaron, pero no nos vencieron”, “mañana será otro día”; o bien algo que demuestre que nuestro héroe no fue responsable de la derrota. [...]
Para poder fortalecer el sentimiento de identidad así como el de unidad nacional, por lo menos tal como se los concibe habitualmente, es necesario contar con una versión oficial de la Historia que avale los diversos rituales laicos en los diferentes países. Al respecto conviene recordar que naciones con divergencias políticas, económicas, religiosas, culturales, etc. recurren a ceremonias cívicas muy similares.
Es importante tener presente que un cambio de régimen político puede, y suele ser, acompañado de un cambio en los libros de texto (no puedo dejar de citar a Germán Dehesa: “a los libro de texto los detexto”). Por supuesto que en la conformación de esa versión oficial se dan encontronazos que dificultan la labor. Sara Sefchovich se refiere a ello.
Los liberales del XIX pretendieron borrar todo lo que tuviera que ver con la Colonia a la que detestaban porque "sólo sabíamos de impuestos, alcabalas y una humillación de esclavos" decía Fernández de Lizardi, pero los conservadores hicieron exactamente al revés y aseguraron, como dijera Lucas Alamán, que de España nos había llegado lo mejor que teníamos, que eran la religión, el idioma y en una palabra, la civilización. Esta lucha que alguien caracterizó como entre "Cuauhtémoc y Cortés", para autores como O'Gorman no tiene sentido pues lo mexicano dice, es producto del encuentro entre ambas civilizaciones y esa división tajante o "forcejeo ontológico" "convirtió al proceso forjador del ser nacional en una lucha de dos tendencias, de dos posibles maneras de ser trabadas en mutuo intento de afirmarse la una en exclusión de la otra".
Pero será necesario llegar a consensos y acuerdos que permitan construir la versión oficial porque sería impensable carecer de ella. Sara Sefchovich profundiza en este concepto.
La idea de reconocer "una misma historia" (o como se dice hoy un mismo "relato" o una misma "narrativa" sobre el pasado) fue entonces fundamental para el proyecto de nación. De allí la importancia que se dio a su creación, así como a la obligación de inculcarla a todos los mexicanos a través de la educación ("fomentar la religión cívica del patriotismo a través de la educación" decía Justo Sierra). [...]
Una historia en fin, en la cual se incluyeron y excluyeron, recordaron y olvidaron, acomodaron y cambiaron, acentuaron, mutilaron, o de plano borraron, acontecimientos, personajes, situaciones. Y a la que se le dio un determinado sentido, se privilegiaron ciertas cuestiones y se pasaron por alto las contradicciones. El resultado ha sido una versión (demasiado definitiva decía Henríquez Ureña) en la que parecería no existir ninguna "disgregación ni ruptura del orden" como quiere Jesús Martín Barbero.
Con ese discurso se hicieron las arengas y los panegíricos, se construyeron las mitologías, se levantaron las estatuas y los monumentos, se hicieron las rotondas de los hombres ilustres, se cantaron los himnos, se decretaron las fiestas a celebrar, se escribieron los libros de texto y se creó toda una estética y una simbología. Ésta es la historia que se nos inculcó, con su panteón de héroes y su calendario cívico-laico, con su idea de Patria con mayúscula, "augusta y querida" como escribió Díaz Mirón, a la que se saluda "con el alma en los labios".
Claro que después de doscientos años de uso y repetición, esta construcción se ha reificado hasta quedar convertida en un discurso de piedra, tan sólido, que todavía en los años ochenta del siglo XX, el secretario de Educación Pública, Jesús Reyes Heroles, se negaba a que se mencionara la existencia de cualquier personaje ajeno a ese panteón y censuraba a quienes pretendían convertir a los "héroes" en seres de carne y hueso (nada de sacar a la luz la vida familiar de los abogados que hicieron la Reforma o las parrandas de los generales borrachos y matones que hicieron la Revolución y a los que la historia oficial refinaba a golpe de palabras pretendiendo que no tenían más vida que la de servir a la patria).
Hoy, en pleno siglo XXI, se siguen haciendo ofrendas, guardias, monumentos, discursos patrióticos y elogios a los héroes y es la hora que no existe todavía ninguna otra manera de concebir al pasado. Incluso se sigue el modelo en el caso de los que quieren darle la vuelta a las cosas, cambiando los libros de texto gratuito que hicieron los gobiernos priístas, por unos en les cuales los héroes no son laicos sino religiosos y los próceres son de derecha en lugar de liberales. Porque no se concibe otra manera de pensar el pasado, en la cual figuraran otros personajes o colectividades políticas, ideológicas, étnicas o culturales, o se entendieran los procesos que llevaron a los acontecimientos o se diera cabida a eso que Carlos Aguirre ha llamado "las múltiples contramemorias alternativas".
Sin embargo, y como suele ocurrir, no falta el prietito en el arroz (y aprovechemos a denunciar el carácter marcadamente discriminador manifiesto en este dicho), aquél historiador que anda hurgando y husmeando en donde nadie lo llama y afirma que su investigación -devenida en revisionismo histórico- le permite concluir que tal héroe pudo no haberlo sido o cuando menos no tanto como se lo considera. José Alvarado es quien abunda en esta cuestión.
Con el jabón de la verdad, los miembros de la Academia de Historia se disponen a lavar las manchas de la pasión sobre los hechos y los hombres. Pero, ¿si la pasión equivoca los juicios, qué otra cosa si no pasión por la verdad es lo que mueve a los señores académicos?
No es fácil tarea. Algunos héroes, hoy de cutis terso, resultarán con verrugas, y ciertos ángeles históricos serán despojados de sus alas. Próceres barbados vendrán a quedar lampiños y heroínas de impoluto rostro descubrirán sus pecas o, en un descuido, se revelará que fueron cacarizas.
Puede ser, en cambio, que hombres ignorados suban a nuevos pedestales y será posible el caso de que algunos que hoy arrastran las cadenas del denuesto, se vean a las puertas de la gloria. A lo mejor, batallas fragorosas resultan vulgares tiroteos y tempestades famosas no son sino remolinos en una jarra con agua. Caerán de muchas manos las espadas; las Tablas de la Ley, sostenidas hasta ahora por unos, pasarán a las manos de otros. [...]
Mas ¿a dónde conduce buscar verrugas en los rostros de los héroes, quitar las alas a los ángeles o encontrar cicatrices de viruela en las caras de las heroínas? Tarea vana y, acaso, perniciosa, porque ya ningún cacarizo aspirará a ser héroe y nadie ganará batallas para que luego su vida privada se convierta en bocado de académicos o sustancia de chisme malicioso.
Y hay también un peligro, cuyas dimensiones no han sido aún consideradas. ¿Qué pasaría si los héroes, ofendidos, formaran una Academia de Héroes para investigar la verdad sobre los historiadores? Quizá algún breve Herodoto, con apariencia de sereno, justo y equilibrado, aparezca con complejo de inferioridad, dispepsia, eczema o, simplemente, tedio de la vida. [...] Y en una turbulenta Academia de Héroes puede quedar muy mal parado cualquier historiador. Pues si, como se sabe, hay héroes con verrugas, también las pecas manchan a los historiadores y no hay académico que pueda salvarse de ser un día cacarizo.
Los héroes, por otra parte, al fin son héroes y su trabajo les costó. Y nadie duda que es más difícil hacer la historia que ponerse a escribirla a la luz de una vela.
A resultas de lo anterior llama la atención que ante la divulgación de un hecho que contradiga la imagen que se tiene de alguno de nuestros próceres, nos gane una sensación de enojo contra el personaje en cuestión.
¡Pobres de nuestros héroes!, que permanecen cautivos en nuestro deseo de idolatrarlos como tan adecuadamente lo describió Manuel Gutiérrez Nájera. “Queremos héroes invulnerables como Aquiles e inmaculados como el armiño. No sabemos perdonar.” Andrés Henestrosa ilustra maravillosamente este punto al narrar sus andanzas junto a José Vasconcelos y recordar su exhorto para que el prócer no dejara de serlo.
[...] Nuestra solución resultó un desastre y Vasconcelos derrotado viajó a Mazatlán. Esa noche, la del 17 de noviembre [de 1929] platiqué con él en Mazatlán. Le dije que tenía que morirse en la contienda, porque los héroes tienen que morir. ¿Qué hacemos con un héroe que queda vivo? Nada. Él tenía que morirse.
Yo le dije: usted tiene que morir maestro. Si usted muere, queda redondeada su vida ejemplar. No correrá el riesgo de contradecirse [...]
En síntesis, como nos cuesta aceptar que los seres humanos no nos llevamos bien con tanto bronce, porque tarde o temprano todos –aún los héroes- terminamos mostrando el cobre del que también estamos hechos.
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