Me costó acostumbrarme porque la versión simplificada de
lo que en México se conoce como “torta” yo lo identificaba como “refuerzo”,
mientras lo que yo conocía como “torta” aquí se denomina “pastel”. Por eso
cuando algún taxista me pregunta si en mi país de origen se habla el mismo
idioma, termino contestando con un ambiguo: más o menos.
De acuerdo al saber popular, la torta junto con el taco y
el tamal integra la dieta básica rica en vitamina “T”.
Así como en Uruguay se habla de refuerzos en otros
lugares lo más similar que existe son las baguettes, pepitos o sándwiches, pero
cualquier confrontación les resulta francamente desfavorable; al decir de José
N. Iturriaga “Cocinas tan prestigiadas como la francesa o la española, cuando
se orientan hacia las tortas (con sus baguettes o pepitos),
resultan de un atraso bosquimano comparadas con la torta compuesta de
México. Los anglosajones también ostentan un notable subdesarrollo en sus sándwiches.”
Al mismo respecto Julio Trujillo dice: “La torta es cosa sofisticada.
Compáresela con la idea que tienen de torta (es decir de ‘bocadillo’) en
España: treinta calamares prensados por dos panes duros. No, no, nuestra torta
clásica es un florilegio de capas e ingredientes cuyo arte viene de lejos y
comienza en la misma preparación.” Según Salvador Novo, citado por Trujillo, “las
tortas compuestas se siguen riendo con sus dos fauces a mandíbula batiente,
sacándoles la lengua a los sándwiches”. Y no vaya a creerse que estas
valoraciones son manifestación de un chauvinismo desproporcionado. La
elaboración de una buena torta implica todo un arte al que se refiere José N.
Iturriaga.
Una torta
compuesta requiere, en primer lugar, de una telera o bolillo, que en algunas
partes del país siguen llamando pan francés, nombre adoptado a partir de
1862, con la intervención armada de Francia en México.
Independientemente de su eventual
origen poblano, ubicamos a las tortas compuestas como típicas del
Distrito Federal; tanto es así, que en nuestro norte fronterizo –donde consumen
tortas mucho más sencillas llamadas lonches, por inevitable influencia
de la vecindad idiomática- hay torterías que anuncian con orgullo culinario y
sentido mercadotécnico que las suyas son “tortas estilo México”, o sea, de la
ciudad de México.
En todo el país se encuentran
variantes regionales de las tortas: en Real del Monte, Hidalgo, las hacen de
tamal, usando cocoles; en Comitán, Chiapas, se come el pan compuesto,
que es un bollo con frijoles y carne de puerco deshebrada; las tortas
ahogadas de Guadalajara, bañadas con abundante caldillo; las chanclas
de Puebla, asimismo con caldillo; los guajolotes, también poblanos, que
son pambazos rellenos con enchiladas, y de allá mismo las cemitas,
formidables y exóticas, rellenas con pata de res, pápaloquelite, aguacate,
queso fresco y chipocles en escabeche; pambazos de papa con chorizo, sobre todo
en el Bajío; y en fin, las tortas de carnitas de puerco del mercado de
la ciudad de Guanajuato.
Existen loncherías,
merenderos y cenadurías que entre sus diversas propuestas incluyen las tortas
pero las mejores son las elaboradas en establecimientos especializados en el
ramo. Así, en la ciudad de México existen muchísimas torterías que cuentan con
diverso prestigio, lo que explica su numerosa o reducida clientela hecha de
visitantes puntuales y consuetudinarios. Julio Trujillo hace una evocación
autobiográfica al respecto.
Muchas son las torterías que han
dejado una huella indeleble en esta ciudad y en los paladares y vientres de sus
habitantes. Tanto las que no han sido célebres, como las que siguen operando en
los puestos callejeros y que algunos prefieren llamar “muertortas”, como las
que han convocado una justa fama y ya son coordenadas indispensables en la
vuelta gastronómica de la metrópoli.
A mí me vienen a la mente dos
torterías de infancia y juventud que, según entiendo, siguen funcionando: las
tortas frías del Monje Loco, allá en las inmediaciones del Estadio Azteca y
entre las que destacaba una sublime torta de quesillo, y la tortas El Capricho,
en la calle de Augusto Rodin, cuyo tamaño representaba un desafío para la
mandíbula y el apetito del más bragado. Ahora mismo recuerdo otro clásico de
prosapia: las tortas de Biarritz, en Insurgentes, en la glorieta de
Chilpancingo en la colonia Roma, y que desde 1940 ofrece una portentosa
combinada de pavo. Hay muchas más, claro, pero esas son las que yo recuerdo y a
las que no he regresado (pero volveré, para citar a Douglas MacArthur y a
Terminator).
Hoy frecuento La Castellana , que tiene
una torta de bacalao sin parangón (…)
No obstante un hallazgo inesperado le reveló a Trujillo que
había estado viviendo en el error.
(…) pero hace unos días descubrí una
pequeña tortería digna de mención. Su nombre es El Cuadrilátero y está en el
centro, en la calle de Luis Moya. Se llama así porque su dueño es el tres veces
hache y legendario luchador Súper Astro, alumno del Murciélago Dorado y quien
le ganara el campeonato mundial medio a Gran Hamada (lo que no hay que recordar
mucho es su pérdida de máscara ante Villano III). El Cuadrilátero es un pequeño
altar a la lucha libre, con máscaras de todos los grandes y fotos de Súper
Astro acompañado de sus colegas. Yo, ignorante, de inmediato confundí unas
máscaras con otras, pero fui corregido y amonestado rápidamente por mis
acompañantes, expertos en el arte y la parafernalia del pancracio. No podían
creer que fuera incapaz de reconocer la máscara sagrada de Canek, el príncipe
maya… pero si no caí en la ignominia fue porque el objetivo de la visita no era
demostrar nuestros conocimientos de lucha libre sino… comerse una torta.
Comerse una torta. Ajá. Se dice fácil.
He devorado las tortas del Capricho con sobrada condición física. Me he comido
dos cubanas con tres cocas sin pestañear. He llegado a empacar tres tortas de
tamaño normal en mis buenos tiempos. No, nada: mariconadas frente al desafío
que se me planteó en El Cuadrilátero.
Dios de mi vida. Conocí una torta que
no es una torta, sino un becerro. Se parece más a un niño de cuatro años que a
una torta. Hay pueblos que podrían subsistir una semana al amparo de esa torta.
Es la madre de todas las tortas y ya no hay manera de superarla, pues si a
alguien se le ocurriera confeccionar algo más grande, ya no sería una torta sino
la roca de Sísifo. Me le quedé viendo, pasmado ante su grandeza y poderío. Le
tomé fotos. Le recé. Es un tótem, un semidiós, un legado del pueblo de México
para el mundo. Y es, hay que decirlo de una vez, in-co-mi-ble. ¿O no? Es la Torta Gladiador.
Quien se la coma es un héroe
instantáneo, y un mártir instantáneo, pues no hay digestión posible después de
esa gesta. Pesa un kilo y medio y mide cuarenta centímetros. ¿Sus ingredientes?
Todo. Calculo que la
Torta Gladiador hospeda dos paquetes de salchichas, seis
bistecs, medio kilo de chorizo, un paquete de tocino, cinco huevos, todo el
jamón del mundo, seis aguacates, dos cebollas, muchísimo queso, tres jitomates
y una lechuguita. Me quedo corto: no me acuerdo qué más tenía. El cuerpo pesa y
siente vértigo de sólo verla. Cuesta un poco más de 200 pesos y es recomendable
para tres personas, pero viene acompañada de un desafío pornográfico: si una
sola persona se la come en menos de 15 minutos, es gratis. Una empresa que sólo
puedo concebir para aberraciones espléndidas como André “El Gigante”. No, no:
ni siquiera la pedimos, cobardes.
Pedimos, eso sí, un amigo y yo, la
“Gladiador Jr.”, que es un tortón tras el cual dejé de comer dos días. Pero la
otra, la torta del hombre, la
Gladiador , es una cima inconquistada. Una bella grosería para
insultar a los muchos machos que llegan al Cuadrilátero muy ufanos y gallitos.
Ahí está, a la espera del Pantagruel que se atreva. Vayan, tan sólo para verla,
para atestiguar nuestra vocación de inmensidad. Y lleven a un amigo español,
para trastocar de una vez y para siempre su noción de “bocadillo”.
Más allá de estos nuevos e importantes aportes al ramo,
existe unanimidad en cuanto a que las tortas más tradicionales son las de
Armando. Un gran cronista como lo fue Artemio de Valle Arizpe, citado por
Carlos Monsiváis, se refiere a ello.
Pues bien, para mí —para mí y para muchos, para
una infinidad—, ese callejón no era sino la tortería de Armando. “Las tortas
del Espíritu Santo”, se les decía a las que con tanta habilidad y sabrosura
confeccionaba Armando Martínez; después se les dijo, ya que tuvieron fama, sólo
“tortas de Armando”. En un zaguán viejo y achaparrado estaba instalada la
tiendecilla; no ocupaba todo el zaguán, no, sino que éste, con un tabique de
madera sin alisar, hallábase dividido a la mitad: una se destinaba al pequeño
establecimiento, la otra era la entrada al antiguo casón, que se cerraba con
una recia puerta con clavos cabezones. El caserón a que aludo, ya reconstruido,
hoy ostenta el número 38.
Era un placer grande el comer estas tortas
magníficas, pero el gusto comenzaba desde ver a Armando prepararlas con
habilidosa velocidad. Partía a lo largo un pan francés —telera, le decimos—, y
a las dos partes les quitaba la miga; clavaba los dedos en el extremo de una de
las tapas y con rapidez los movía, encogidos, a todo lo largo, y la miga se le
iba subiendo sobre las dobladas falanges hasta que salía toda ella por la otra
punta. Luego ejecutaba la misma operación en el segundo trozo; después, en la
parte principal, extendía un lecho de fresca lechuga, picada menudamente; en
seguida ponía rebanadas de lomo, o de queso de puerco, según lo pidiera el
consumidor, o de jamón, o sardinas, o bien de milanesa o de pollo, y sólo con
estas dos últimas especies hacía un menudo picadillo con un tranchete
filosísimo con el que parecía que se iba a llevar los dedos de la mano, con la
punta de los cuales iba empujando a toda prisa bajo el filo los trozos de
carne, en tanto que con la otra movía el cuchillo para desmenuzarla, con una
velocidad increíble.
Con ese mismo cuchillo le sacaba tajadas a un
aguacate, todas ellas del mismo grueso. Para esto se ponía la fruta en el hueco
de la mano y con decisión le metía el cuchillo por una punta y al llegar al
lado contrario lo inclinaba, con lo que el untuoso pedazo quedábase detenido en
la ancha hoja, y luego hacía el movimiento contrario sobre el pan y las iba tendiendo
sobre él con una inigualada maestría, hasta no cubrir las porciones de pollo,
milanesa o lo que fuere, y en seguida las tapaba con rajas de queso fresco de
vaca, en el que andaba el tal cuchillo con un movimiento increíble de tan
acelerado, que casi se perdía de vista. Esparcía pedacillos o bien de
longaniza, o bien de oloroso chorizo, y entre ellos distribuía otros trocitos
de chile chipocle; mojaba la tapa en el picante caldo en el cual se habían
encurtido esos chiles y con una sola pasada dejábala bien untada con frijoles
refritos y la ponía encima de aquel enciclopédico y estupendo promontorio, al
que antes le esparció un menudo espolvoreo de sal; como final del manipuleo le
daba un apretón para amalgamar sus variados componentes, y con una larga
sonrisa ofrecía la torta al cliente, quien empezaba por comer todo lo que
rebasó de sus bordes al ser comprimida por aquella mano suficiente. (…)
Cuando Armando estaba entregado a su tarea con
gracia y experta destreza, nadie osaba proferir ni una sola palabra, o, si
acaso se hablaba, era en voz baja, sin quitar los ojos ávidos de los acelerados
y magistrales movimientos del cuchillo. Apenas se concluía la elaboración
complicada de una torta, cuando ya andaba preparando otra con ligereza, y
después otra y otra más, y todas ellas con esmero y prontitud indecibles. En la
puerta se aglomeraba, saboreándose, el gentío, y sólo se escuchaba en aquel
amplio silencio, como esotérico, la voz que decía: “Armando, una de lomo”,
“Armando una de jamón”, “Armando, tres de pollo para llevar”; “Armando, dos
tostadas”; y así el pedir y el complacer era interminable. (…)
En mi recuerdo está una tierna gratitud para
Armando Martínez por los instantes que me dio, siendo yo estudiante, de
felicidad pasajera, pero felicidad al cabo, con sus tortas suculentas (…)
También Jorge
Ibargüengoitia alude a las famosas tortas de Armando y será nuevamente Julio
Trujillo quien nos permita conocer sus puntos de vista.
Un escritor más, Jorge Ibargüengoitia,
suma su voz a la oda coral a las tortas de Armando, a quien no duda en llamar
“uno de los más importantes inventores que ha habido en la historia del
Distrito Federal”. Y enfatiza: “Su importancia en la evolución alimenticia de
los mexicanos es tal, que ya nadie se acuerda de cómo eran las tortas antes de
Armando”. Nosotros, ya doblada la esquina del siglo, podemos preguntar con
legítima curiosidad: ¿pero había tortas antes de Armando? Porque, según los
testimonios de los cronistas, el concepto torta nace con él. Y si usted se
pregunta qué es exactamente el concepto torta, aquí está la respuesta de
Ibargüengoitia: “La torta de Armando es una creación barroca en la que
intervienen aproximadamente veinticinco elementos en un orden riguroso. Si se
altera el orden —por ejemplo, si se pone primero el chipotle y después el
queso— o si la calidad de algunos de los elementos falla —que el aguacate sea
pagua— lo que se come uno, en vez de ser torta compuesta, es un desastre”. El
mismo escritor nos dice que la complejidad fue la condena a muerte de las
tortas de Armando, que fueron sustituidas por la torta caliente de pavo (que
tuvo su apogeo en tiempos de Alemán), que a su vez fue sustituida por la torta
caliente de pierna (cuyo apogeo fue en la época de López Mateos). Al final de
su crónica torteril, Ibargüengoitia hace una profecía fallida: dice que el
futuro de la torta es el pepito.
Tan
reconocida es la calidad de Jorge Ibargüengoitia en tanto escritor como dudosas
sus dotes de profeta en tanto al futuro de la torta que al día de hoy goza de
cabal salud.
1 comentario:
Una delicia de artículo que me llena de nostalgia (además de saliva en la boca); las tortas Armando son un clásico y si las acompañas con su tradicional sopa de ajo será la delicia de chicos y grandes.
Gracias por escribir esto, acá desde tu patria, en las casas de mexicanos, siempre extrañamos las tortas desde la de estadio hasta la exótica "guajolota" (con un tamal adentro).
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