miércoles, 16 de mayo de 2012

Las tortas nuestras de cada día


Me costó acostumbrarme porque la versión simplificada de lo que en México se conoce como “torta” yo lo identificaba como “refuerzo”, mientras lo que yo conocía como “torta” aquí se denomina “pastel”. Por eso cuando algún taxista me pregunta si en mi país de origen se habla el mismo idioma, termino contestando con un ambiguo: más o menos.
De acuerdo al saber popular, la torta junto con el taco y el tamal integra la dieta básica rica en vitamina “T”.
Así como en Uruguay se habla de refuerzos en otros lugares lo más similar que existe son las baguettes, pepitos o sándwiches, pero cualquier confrontación les resulta francamente desfavorable; al decir de José N. Iturriaga “Cocinas tan prestigiadas como la francesa o la española, cuando se orientan hacia las tortas (con sus baguettes o pepitos), resultan de un atraso bosquimano comparadas con la torta compuesta de México. Los anglosajones también ostentan un notable subdesarrollo en sus sándwiches.” Al mismo respecto Julio Trujillo dice: “La torta es cosa sofisticada. Compáresela con la idea que tienen de torta (es decir de ‘bocadillo’) en España: treinta calamares prensados por dos panes duros. No, no, nuestra torta clásica es un florilegio de capas e ingredientes cuyo arte viene de lejos y comienza en la misma preparación.” Según Salvador Novo, citado por Trujillo, “las tortas compuestas se siguen riendo con sus dos fauces a mandíbula batiente, sacándoles la lengua a los sándwiches”. Y no vaya a creerse que estas valoraciones son manifestación de un chauvinismo desproporcionado. La elaboración de una buena torta implica todo un arte al que se refiere José N. Iturriaga.

Una torta compuesta requiere, en primer lugar, de una telera o bolillo, que en algunas partes del país siguen llamando pan francés, nombre adoptado a partir de 1862, con la intervención armada de Francia en México.
Independientemente de su eventual origen poblano, ubicamos a las tortas compuestas como típicas del Distrito Federal; tanto es así, que en nuestro norte fronterizo –donde consumen tortas mucho más sencillas llamadas lonches, por inevitable influencia de la vecindad idiomática- hay torterías que anuncian con orgullo culinario y sentido mercadotécnico que las suyas son “tortas estilo México”, o sea, de la ciudad de México.
En todo el país se encuentran variantes regionales de las tortas: en Real del Monte, Hidalgo, las hacen de tamal, usando cocoles; en Comitán, Chiapas, se come el pan compuesto, que es un bollo con frijoles y carne de puerco deshebrada; las tortas ahogadas de Guadalajara, bañadas con abundante caldillo; las chanclas de Puebla, asimismo con caldillo; los guajolotes, también poblanos, que son pambazos rellenos con enchiladas, y de allá mismo las cemitas, formidables y exóticas, rellenas con pata de res, pápaloquelite, aguacate, queso fresco y chipocles en escabeche; pambazos de papa con chorizo, sobre todo en el Bajío; y en fin, las tortas de carnitas de puerco del mercado de la ciudad de Guanajuato.
                                                                                               
Existen loncherías, merenderos y cenadurías que entre sus diversas propuestas incluyen las tortas pero las mejores son las elaboradas en establecimientos especializados en el ramo. Así, en la ciudad de México existen muchísimas torterías que cuentan con diverso prestigio, lo que explica su numerosa o reducida clientela hecha de visitantes puntuales y consuetudinarios. Julio Trujillo hace una evocación autobiográfica al respecto.
Muchas son las torterías que han dejado una huella indeleble en esta ciudad y en los paladares y vientres de sus habitantes. Tanto las que no han sido célebres, como las que siguen operando en los puestos callejeros y que algunos prefieren llamar “muertortas”, como las que han convocado una justa fama y ya son coordenadas indispensables en la vuelta gastronómica de la metrópoli.
A mí me vienen a la mente dos torterías de infancia y juventud que, según entiendo, siguen funcionando: las tortas frías del Monje Loco, allá en las inmediaciones del Estadio Azteca y entre las que destacaba una sublime torta de quesillo, y la tortas El Capricho, en la calle de Augusto Rodin, cuyo tamaño representaba un desafío para la mandíbula y el apetito del más bragado. Ahora mismo recuerdo otro clásico de prosapia: las tortas de Biarritz, en Insurgentes, en la glorieta de Chilpancingo en la colonia Roma, y que desde 1940 ofrece una portentosa combinada de pavo. Hay muchas más, claro, pero esas son las que yo recuerdo y a las que no he regresado (pero volveré, para citar a Douglas MacArthur y a Terminator).
Hoy frecuento La Castellana, que tiene una torta de bacalao sin parangón (…)
No obstante un hallazgo inesperado le reveló a Trujillo que había estado viviendo en el error.
(…) pero hace unos días descubrí una pequeña tortería digna de mención. Su nombre es El Cuadrilátero y está en el centro, en la calle de Luis Moya. Se llama así porque su dueño es el tres veces hache y legendario luchador Súper Astro, alumno del Murciélago Dorado y quien le ganara el campeonato mundial medio a Gran Hamada (lo que no hay que recordar mucho es su pérdida de máscara ante Villano III). El Cuadrilátero es un pequeño altar a la lucha libre, con máscaras de todos los grandes y fotos de Súper Astro acompañado de sus colegas. Yo, ignorante, de inmediato confundí unas máscaras con otras, pero fui corregido y amonestado rápidamente por mis acompañantes, expertos en el arte y la parafernalia del pancracio. No podían creer que fuera incapaz de reconocer la máscara sagrada de Canek, el príncipe maya… pero si no caí en la ignominia fue porque el objetivo de la visita no era demostrar nuestros conocimientos de lucha libre sino… comerse una torta.
Comerse una torta. Ajá. Se dice fácil. He devorado las tortas del Capricho con sobrada condición física. Me he comido dos cubanas con tres cocas sin pestañear. He llegado a empacar tres tortas de tamaño normal en mis buenos tiempos. No, nada: mariconadas frente al desafío que se me planteó en El Cuadrilátero.
Dios de mi vida. Conocí una torta que no es una torta, sino un becerro. Se parece más a un niño de cuatro años que a una torta. Hay pueblos que podrían subsistir una semana al amparo de esa torta. Es la madre de todas las tortas y ya no hay manera de superarla, pues si a alguien se le ocurriera confeccionar algo más grande, ya no sería una torta sino la roca de Sísifo. Me le quedé viendo, pasmado ante su grandeza y poderío. Le tomé fotos. Le recé. Es un tótem, un semidiós, un legado del pueblo de México para el mundo. Y es, hay que decirlo de una vez, in-co-mi-ble. ¿O no? Es la Torta Gladiador.
Quien se la coma es un héroe instantáneo, y un mártir instantáneo, pues no hay digestión posible después de esa gesta. Pesa un kilo y medio y mide cuarenta centímetros. ¿Sus ingredientes? Todo. Calculo que la Torta Gladiador hospeda dos paquetes de salchichas, seis bistecs, medio kilo de chorizo, un paquete de tocino, cinco huevos, todo el jamón del mundo, seis aguacates, dos cebollas, muchísimo queso, tres jitomates y una lechuguita. Me quedo corto: no me acuerdo qué más tenía. El cuerpo pesa y siente vértigo de sólo verla. Cuesta un poco más de 200 pesos y es recomendable para tres personas, pero viene acompañada de un desafío pornográfico: si una sola persona se la come en menos de 15 minutos, es gratis. Una empresa que sólo puedo concebir para aberraciones espléndidas como André “El Gigante”. No, no: ni siquiera la pedimos, cobardes.
Pedimos, eso sí, un amigo y yo, la “Gladiador Jr.”, que es un tortón tras el cual dejé de comer dos días. Pero la otra, la torta del hombre, la Gladiador, es una cima inconquistada. Una bella grosería para insultar a los muchos machos que llegan al Cuadrilátero muy ufanos y gallitos. Ahí está, a la espera del Pantagruel que se atreva. Vayan, tan sólo para verla, para atestiguar nuestra vocación de inmensidad. Y lleven a un amigo español, para trastocar de una vez y para siempre su noción de “bocadillo”.

Más allá de estos nuevos e importantes aportes al ramo, existe unanimidad en cuanto a que las tortas más tradicionales son las de Armando. Un gran cronista como lo fue Artemio de Valle Arizpe, citado por Carlos Monsiváis, se refiere a ello.
Pues bien, para mí —para mí y para muchos, para una infinidad—, ese callejón no era sino la tortería de Armando. “Las tortas del Espíritu Santo”, se les decía a las que con tanta habilidad y sabrosura confeccionaba Armando Martínez; después se les dijo, ya que tuvieron fama, sólo “tortas de Armando”. En un zaguán viejo y achaparrado estaba instalada la tiendecilla; no ocupaba todo el zaguán, no, sino que éste, con un tabique de madera sin alisar, hallábase dividido a la mitad: una se destinaba al pequeño establecimiento, la otra era la entrada al antiguo casón, que se cerraba con una recia puerta con clavos cabezones. El caserón a que aludo, ya reconstruido, hoy ostenta el número 38.
Era un placer grande el comer estas tortas magníficas, pero el gusto comenzaba desde ver a Armando prepararlas con habilidosa velocidad. Partía a lo largo un pan francés —telera, le decimos—, y a las dos partes les quitaba la miga; clavaba los dedos en el extremo de una de las tapas y con rapidez los movía, encogidos, a todo lo largo, y la miga se le iba subiendo sobre las dobladas falanges hasta que salía toda ella por la otra punta. Luego ejecutaba la misma operación en el segundo trozo; después, en la parte principal, extendía un lecho de fresca lechuga, picada menudamente; en seguida ponía rebanadas de lomo, o de queso de puerco, según lo pidiera el consumidor, o de jamón, o sardinas, o bien de milanesa o de pollo, y sólo con estas dos últimas especies hacía un menudo picadillo con un tranchete filosísimo con el que parecía que se iba a llevar los dedos de la mano, con la punta de los cuales iba empujando a toda prisa bajo el filo los trozos de carne, en tanto que con la otra movía el cuchillo para desmenuzarla, con una velocidad increíble.
Con ese mismo cuchillo le sacaba tajadas a un aguacate, todas ellas del mismo grueso. Para esto se ponía la fruta en el hueco de la mano y con decisión le metía el cuchillo por una punta y al llegar al lado contrario lo inclinaba, con lo que el untuoso pedazo quedábase detenido en la ancha hoja, y luego hacía el movimiento contrario sobre el pan y las iba tendiendo sobre él con una inigualada maestría, hasta no cubrir las porciones de pollo, milanesa o lo que fuere, y en seguida las tapaba con rajas de queso fresco de vaca, en el que andaba el tal cuchillo con un movimiento increíble de tan acelerado, que casi se perdía de vista. Esparcía pedacillos o bien de longaniza, o bien de oloroso chorizo, y entre ellos distribuía otros trocitos de chile chipocle; mojaba la tapa en el picante caldo en el cual se habían encurtido esos chiles y con una sola pasada dejábala bien untada con frijoles refritos y la ponía encima de aquel enciclopédico y estupendo promontorio, al que antes le esparció un menudo espolvoreo de sal; como final del manipuleo le daba un apretón para amalgamar sus variados componentes, y con una larga sonrisa ofrecía la torta al cliente, quien empezaba por comer todo lo que rebasó de sus bordes al ser comprimida por aquella mano suficiente. (…)
Cuando Armando estaba entregado a su tarea con gracia y experta destreza, nadie osaba proferir ni una sola palabra, o, si acaso se hablaba, era en voz baja, sin quitar los ojos ávidos de los acelerados y magistrales movimientos del cuchillo. Apenas se concluía la elaboración complicada de una torta, cuando ya andaba preparando otra con ligereza, y después otra y otra más, y todas ellas con esmero y prontitud indecibles. En la puerta se aglomeraba, saboreándose, el gentío, y sólo se escuchaba en aquel amplio silencio, como esotérico, la voz que decía: “Armando, una de lomo”, “Armando una de jamón”, “Armando, tres de pollo para llevar”; “Armando, dos tostadas”; y así el pedir y el complacer era interminable. (…)
En mi recuerdo está una tierna gratitud para Armando Martínez por los instantes que me dio, siendo yo estudiante, de felicidad pasajera, pero felicidad al cabo, con sus tortas suculentas (…)

También Jorge Ibargüengoitia alude a las famosas tortas de Armando y será nuevamente Julio Trujillo quien nos permita conocer sus puntos de vista.

Un escritor más, Jorge Ibargüengoitia, suma su voz a la oda coral a las tortas de Armando, a quien no duda en llamar “uno de los más importantes inventores que ha habido en la historia del Distrito Federal”. Y enfatiza: “Su importancia en la evolución alimenticia de los mexicanos es tal, que ya nadie se acuerda de cómo eran las tortas antes de Armando”. Nosotros, ya doblada la esquina del siglo, podemos preguntar con legítima curiosidad: ¿pero había tortas antes de Armando? Porque, según los testimonios de los cronistas, el concepto torta nace con él. Y si usted se pregunta qué es exactamente el concepto torta, aquí está la respuesta de Ibargüengoitia: “La torta de Armando es una creación barroca en la que intervienen aproximadamente veinticinco elementos en un orden riguroso. Si se altera el orden —por ejemplo, si se pone primero el chipotle y después el queso— o si la calidad de algunos de los elementos falla —que el aguacate sea pagua— lo que se come uno, en vez de ser torta compuesta, es un desastre”. El mismo escritor nos dice que la complejidad fue la condena a muerte de las tortas de Armando, que fueron sustituidas por la torta caliente de pavo (que tuvo su apogeo en tiempos de Alemán), que a su vez fue sustituida por la torta caliente de pierna (cuyo apogeo fue en la época de López Mateos). Al final de su crónica torteril, Ibargüengoitia hace una profecía fallida: dice que el futuro de la torta es el pepito.

Tan reconocida es la calidad de Jorge Ibargüengoitia en tanto escritor como dudosas sus dotes de profeta en tanto al futuro de la torta que al día de hoy goza de cabal salud.

1 comentario:

Sofía López Olalde dijo...

Una delicia de artículo que me llena de nostalgia (además de saliva en la boca); las tortas Armando son un clásico y si las acompañas con su tradicional sopa de ajo será la delicia de chicos y grandes.

Gracias por escribir esto, acá desde tu patria, en las casas de mexicanos, siempre extrañamos las tortas desde la de estadio hasta la exótica "guajolota" (con un tamal adentro).