Ilustración Margarita Nava |
Cuando niño mis mejores amigos eran
los caracoles. En casa había un pequeño jardín, dominado por una enorme
enredadera que cubría la pared que separaba nuestra casa de la de los vecinos.
Allí habitaban mis pequeños amigos que se multiplicaban en tiempos de lluvia.
En ocasiones los reunía en torno a una
supuesta línea de partida con el propósito de presenciar una apasionante
carrera que invariablemente se suspendía por la apatía de los participantes
manifiesta en la lentitud de su marcha, en los descansos prolongados a puerta
cerrada así como en reiterados cambios de rumbo. Buena parte de mi día
transcurría en el jardín y con frecuencia terminaba totalmente embarrado; quitarme
el barro de uñas, rodillas, orejas y codos no era tarea sencilla.
Aquel jardín estaba comunicado con el
exterior, de tal manera que yo veía desfilar por la vereda a muy diversos
personajes por la vereda. Algunos circulaban a ritmo veloz, otros de manera
sumamente lenta; había quienes caminaban con la frente en alto, también pasaban
quienes llevaban su mirada al piso buscando no sé qué cosas perdidas y que
espero hayan encontrado. Algunas personas pasaron una sola vez, otras lo hacían
con cierta frecuencia y también estaban los de diario transitar por mi vereda.
Estos últimos eran mis amigos.
Entre ellos recuerdo a Raúl (el hijo
de la carbonera como solía decir mi abuela), a los Di Lucci, a los Herrera y a tantos otros cuyo paso
detenían haciendo titánicos esfuerzos para entender lo que yo les decía desde
mi lenguaje mal articulado y peor vocalizado.
Entre mis amigos evoco especialmente a
Genoveva. Era una señora (o tal vez señorita, en aquel entonces no me fijaba en
esos detalles) ya mayor, italiana, que trabajaba como empleada doméstica en una
casa del barrio. La recuerdo vestida de negro con una sonrisa en la cara y
cansada de tanto andar. Cuando llegaba ante el portón del jardín dejaba en el
suelo las bolsas que invariablemente cargaba y se agachaba para recibir el beso
que día a día yo le guardaba. Como el portón era muy bajito, estiraba sus
brazos por encima y me tomaba de las manos. Ese era el momento en que
manteníamos nuestro diálogo de sordos, los dos hablábamos de cosas distintas en
nuestro -por diversas razones- dificultoso español. Pero total, ¿qué importaba?
Luego llegaba la hora de la despedida.
Genoveva me miraba de una manera muy especial en la que seguramente se iba muy
atrás en el tiempo reencontrando rostros así como situaciones que le habían
dejado huella y la emocionaban, sus ojos se humedecían. Con sus manos transidas
por el tiempo y surcadas por el trabajo
recogía sus bolsas e iniciaba su partida dibujando nuevamente una sonrisa en su
rostro. Yo la seguía con la mirada y observaba su marcha bamboleante en la que
su cuerpo se iba de un lado al otro de su vertical. Aun así andaba con ritmo y
agilidad. Cuando se me perdía de vista, yo volvía a mis caracoles.
Una vez que Genoveva emprendía el
camino ya no miraba para atrás. Sólo una vez lo hizo saludando con su mano en
alto. Al otro día, ya no volvió. Ni al otro. La extrañé mucho.
Muchos años después reapareció en una
oportunidad en que fue al estudio de mi padre a consultarlo por un problema
jurídico que tenía con sus vecinos.
Fueron pocas veces -demasiado pocas-
las que nos volvimos a ver, ya estaba muy viejita. La iba a visitar a un
modesto rancho que se había construido, vaya uno a saber con cuánto sacrificio,
en la ciudad de La Paz. Con
los reencuentros ambos nos emocionábamos, ella lo demostraba y yo evaporaba mis
lágrimas por el estúpido miedo a la cursilería propio de mis 17 años. Ya casi
no caminaba, su rostro seguía teniendo la dulzura y la paz que jamás perdería.
Tiempo después, un escribano llamó a
mi padre para comentarle acerca de la muerte de Genoveva. Me había legado su
pequeña vivienda de la ciudad de La
Paz. El escribano se apresuró a aclarar que no me hiciera
ilusiones, que se iba a sacar poco dinero por el inmueble y era lo único que
dejaba. Pobre escribano, ¡no entendió nada!
Con lo obtenido por la venta de
aquella casa compré una motoneta usada que fue mi compañera durante algunos
años.
Todo lo demás que me dejó Genoveva
espero llevarlo puesto.
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