domingo, 7 de octubre de 2012

Artesanos de la palabra

El mundo de las letras está integrado por escritores así como por habladores. El primer grupo reviste mayor prestigio por lo que cuenta con mayor espacio y atención por parte del medio cultural. No es frecuente, aun cuando cabe aclarar que existen, quienes se desempeñan con igual nivel de excelencia en ambas categoría, pero lo más usual es que se destaque en uno u otro ámbito.
 
Ilustración: Margarita Nava
Entre los buenos habladores están quienes cuentan con reconocimiento público pero también aquellos que solamente comparten sus dones con la familia, los amigos y los vecinos, pudiendo mantener cautivo al auditorio que de esa forma no percibe el paso del tiempo. La comunidad los identifica y les da su lugar (“espera que te lo cuente fulano y verás”), sabedores de que en su versión cualquier relato será mucho más atractivo. Hay estados o regiones que se caracterizan por la gran cantidad de narradores natos que poseen el don de la palabra; tal es el caso de Chiapas y de Oaxaca.  
 
Existen cafeterías tradicionales en que es altamente posible el encuentro con estos habladores populares, pienso ahora en La Parroquia en el puerto de Veracruz, en las que están en los portales de Morelia o de Oaxaca, en la que se sitúa a unas pocas cuadras del Parque de la Marimba en Tuxtla Gutiérrez, etc. Pero también están los encuentros inesperados: la señora de las quesadillas, el plomero que tiene su changarro en el mercado de la colonia, las dos amigas que vienen platicando una historia en el metro por la que da verdadera lástima tener que bajarse antes del desenlace. Estoy seguro que todos conocemos a algún buen narrador de bajo perfil. En mi caso tengo el privilegio de contar con varios entre quienes se encuentra mi amiga Magos que me ha contado las mejores películas que he visto en mi vida. En alguna ocasión después de sus narraciones cometí la imprudencia de ir a ver las películas… Salí de la sala francamente decepcionado y aprendí que  hay películas que son mucho mejores contadas que vistas.
 
 
Todo es cuestión de gustos pero en mi opinión  Eraclio Zepeda, Juan José Arreola y Juan de la Cabada son referentes ineludibles en este oficio.
 
 
A Eraclio Zepeda lo conocí a mediados de los ochenta en un programa nocturno de Radio Educación. Aun cuando han pasado muchos años,  de vez en cuando escucho los ecos de su versión de La Niña Sapa o de Chachalaco, Chachalaquito.  Sus inigualables descripciones aunadas a su muy personal tono de voz tienen un efecto casi hipnótico, lo que solo logran los grandes cuenteros. Tuve ocasión de comprobarlo cuando por aquellos entonces, y gracias a la gestión de Emmanuel Carballo, lo invitamos a dar una charla en la preparatoria en donde me desempeñaba como docente. Cuando los alumnos llegaron al aula magna (nombre dominguero del salón de usos múltiples), se sentaron -o mejor dicho se desparramaron- en los lugares que estaban del medio hacia el final del sillerío. Luego de la breve presentación que hizo Emmanuel Carballo, Laco tomó la palabra. Lo que aconteció a partir de allí fue sorprendente. La mayoría de aquellos preparatorianos se fueron enderezando en sus lugares y su cara de apatía devino primero en interés y luego en fascinación. Poco después se fueron pasando a los asientos de adelante y para no hacer el cuento largo diré que aquella plática terminó con los adolescentes sentados en las primeras filas, con la mayor proximidad posible del narrador. Sé que no será fácil que lo crean pero me consta que cuando sonó el timbre que daba por finalizada la jornada  anunciado la hora de salida, casi la unanimidad de aquel auditorio solicitó a Zepeda que continuara un rato más. Media hora más tarde, y luego de vencer mucha resistencia, llegó el punto final.
 
 
Por su parte Juan José Arreola nativo de Zapotlán el Grande (nombre que le resultaba más amigable que el de Ciudad Guzmán con el cual posteriormente se designó a esa localidad del estado de Jalisco) es uno de los pocos casos de gran destreza tanto en la escritura como en la plática. Entre sus muchas anécdotas es posible recordar el diálogo que debió mantener con Jorge Luis Borges y que, confesión hecha por el propio Arreola, se transformó en un monólogo en el cual al pobre Borges apenas si le permitió alguna breve participación esporádica. Con su estilo un tanto barroco no rehuía  invitación alguna para participar en los medios, ya fuera en un programa sobre temas académicos o relacionados con un mundial de futbol; con intelectuales de fuste o con integrantes de la farándula televisiva. Escuchar al maestro Arreola era un verdadero deleite.
 
 
En relación a Juan de la Cabada apenas pude escucharlo personalmente pero no hay duda que, de acuerdo con diversos testimonios, es posible integrarlo a este grupo de grandes conversadores. Cristina Pacheco se refiere a él como un gran narrador.
 
La mejor prueba de lo que digo es el recuerdo de la mañana en que, aislados en un estudio de Canal 11, me preguntó si conocía la selva. Le respondí que no. Eso bastó para que ocurriera un prodigio. Juan se transformó en una especie de mago. Con palabras, movimientos, gemidos, parpadeos, me construyó su selva. Era todo tan real que en el espacio cerrado donde nos encontrábamos aparecieron ramajes intrincados, grandes ríos, caídas de agua, fieras, insectos, flores, veredas. No miento si digo que el sol de pleno día nos abrazó y después, cuando Juan guardó silencio, cayó en aquel estudio el peso de la noche.
 
 
Nada menos que Ermilo Abreu Gómez se refiere también a los extraordinarios dotes de Juan de la Cabada. Ambos compartían una estancia en el  Middlebury College, en Vermont, habiendo sido invitados a impartir cursos sobre literatura hispanoamericana. Cuenta Ermilo Abreu Gómez que en una ocasión a medianoche alguien golpeó la puerta de su dormitorio.
 
Me levanto, me pongo mi bata y voy a ver quién era. Era Juan que, sin saludar siquiera, preguntaba ansioso: “Oye mano, no sé cómo lo olvidé hombre, pero mañana me toca dar una clase sobre la novela romántica. Me acuerdo de Amalia, de Sánchez Mármol, de El matadero, pero nunca he leído a Jorge Isaac, y para hablar de la novela romántica tengo que hablar de una obra que es muy significativa, como María. ¿No quieres hacerme el favor Ermilo, de contarme la novela?” Y entonces le hablé de la novela, le narré todo, le hablé de la naturaleza de la obra, de quién era el autor, del carácter de María, de la historia romántica, le conté la caza del tigre y luego de la novela en general y, de pronto, me dijo, bueno ya, ya, me tengo que ir porque a las nueve tengo clase, Eran casi las tres de la mañana y yo también tenía clase por la mañana. Así, de pronto, como había llegado, Juan se fue....
A la mañana siguiente llegué un poco retrasado a mi clase. Comencé a escribir en el pizarrón cuando se escucharon aplausos en el aula de junto. Ahí daba su clase Juan. El escándalo era demasiado y, también por curiosidad, me asomé a ese salón. Descubrí entonces que Juan acababa de narrar María y que recibía los aplausos.
 
 
No cabe duda que la vida resulta más agradable cuando se tiene el privilegio de tener a mano a alguno de estos artesanos de la palabra.
 
¡Que nunca falten!

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