El mundo de las letras está integrado por
escritores así como por habladores. El primer grupo reviste mayor prestigio por
lo que cuenta con mayor espacio y atención por parte del medio cultural. No es
frecuente, aun cuando cabe aclarar que existen, quienes se desempeñan con igual
nivel de excelencia en ambas categoría, pero lo más usual es que se destaque en
uno u otro ámbito.
Ilustración: Margarita Nava |
Entre los buenos habladores están quienes
cuentan con reconocimiento público pero también aquellos que solamente comparten
sus dones con la familia, los amigos y los vecinos, pudiendo mantener cautivo
al auditorio que de esa forma no percibe el paso del tiempo. La comunidad los
identifica y les da su lugar (“espera que te lo cuente fulano y verás”), sabedores
de que en su versión cualquier relato será mucho más atractivo. Hay estados o
regiones que se caracterizan por la gran cantidad de narradores natos que poseen
el don de la palabra; tal es el caso de Chiapas y de Oaxaca.
Existen cafeterías tradicionales en que es
altamente posible el encuentro con estos habladores populares, pienso ahora en La
Parroquia en el puerto de Veracruz, en las que están en los portales de Morelia
o de Oaxaca, en la que se sitúa a unas pocas cuadras del Parque de la Marimba
en Tuxtla Gutiérrez, etc. Pero también están los encuentros inesperados: la
señora de las quesadillas, el plomero que tiene su changarro en el mercado de
la colonia, las dos amigas que vienen platicando una historia en el metro por
la que da verdadera lástima tener que bajarse antes del desenlace. Estoy seguro
que todos conocemos a algún buen narrador de bajo perfil. En mi caso tengo el
privilegio de contar con varios entre quienes se encuentra mi amiga Magos que
me ha contado las mejores películas que he visto en mi vida. En alguna ocasión
después de sus narraciones cometí la imprudencia de ir a ver las películas…
Salí de la sala francamente decepcionado y aprendí que hay películas que son mucho mejores contadas
que vistas.
Todo es
cuestión de gustos pero en mi opinión Eraclio Zepeda, Juan José Arreola y Juan de la
Cabada son referentes ineludibles en este oficio.
A Eraclio Zepeda lo conocí a mediados de los
ochenta en un programa nocturno de Radio Educación. Aun cuando han pasado muchos
años, de vez en cuando escucho los ecos
de su versión de La Niña Sapa o de Chachalaco, Chachalaquito. Sus inigualables descripciones aunadas a su
muy personal tono de voz tienen un efecto casi hipnótico, lo que solo logran
los grandes cuenteros. Tuve ocasión de comprobarlo cuando por aquellos entonces,
y gracias a la gestión de Emmanuel Carballo, lo invitamos a dar una charla en
la preparatoria en donde me desempeñaba como docente. Cuando los alumnos
llegaron al aula magna (nombre dominguero del salón de usos múltiples), se
sentaron -o mejor dicho se desparramaron- en los lugares que estaban del medio
hacia el final del sillerío. Luego de la breve presentación que hizo Emmanuel
Carballo, Laco tomó la palabra. Lo que aconteció a partir de allí fue sorprendente.
La mayoría de aquellos preparatorianos se fueron enderezando en sus lugares y
su cara de apatía devino primero en interés y luego en fascinación. Poco
después se fueron pasando a los asientos de adelante y para no hacer el cuento
largo diré que aquella plática terminó con los adolescentes sentados en las
primeras filas, con la mayor proximidad posible del narrador. Sé que no será
fácil que lo crean pero me consta que cuando sonó el timbre que daba por finalizada
la jornada anunciado la hora de salida,
casi la unanimidad de aquel auditorio solicitó a Zepeda que continuara un rato
más. Media hora más tarde, y luego de vencer mucha resistencia, llegó el punto
final.
Por su parte Juan José Arreola nativo de
Zapotlán el Grande (nombre que le resultaba más amigable que el de Ciudad
Guzmán con el cual posteriormente se designó a esa localidad del estado de
Jalisco) es uno de los pocos casos de gran destreza tanto en la escritura como
en la plática. Entre sus muchas anécdotas es posible recordar el diálogo que
debió mantener con Jorge Luis Borges y que, confesión hecha por el propio
Arreola, se transformó en un monólogo en el cual al pobre Borges apenas si le
permitió alguna breve participación esporádica. Con su estilo un tanto barroco
no rehuía invitación alguna para
participar en los medios, ya fuera en un programa sobre temas académicos o
relacionados con un mundial de futbol; con intelectuales de fuste o con
integrantes de la farándula televisiva. Escuchar al maestro Arreola era un
verdadero deleite.
En relación a Juan de la Cabada apenas pude
escucharlo personalmente pero no hay duda que, de acuerdo con diversos
testimonios, es posible integrarlo a este grupo de grandes conversadores.
Cristina Pacheco se refiere a él como un gran narrador.
La mejor prueba de lo que digo es
el recuerdo de la mañana en que, aislados en un estudio de Canal 11, me
preguntó si conocía la selva. Le respondí que no. Eso bastó para que ocurriera
un prodigio. Juan se transformó en una especie de mago. Con palabras, movimientos,
gemidos, parpadeos, me construyó su selva. Era todo tan real que en el
espacio cerrado donde nos encontrábamos aparecieron ramajes intrincados,
grandes ríos, caídas de agua, fieras, insectos, flores, veredas. No miento si
digo que el sol de pleno día nos abrazó y después, cuando Juan guardó silencio,
cayó en aquel estudio el peso de la noche.
Nada menos que Ermilo Abreu Gómez
se refiere también a los extraordinarios dotes de Juan de la Cabada. Ambos
compartían una estancia en el Middlebury College, en Vermont,
habiendo sido invitados a impartir cursos sobre literatura hispanoamericana.
Cuenta Ermilo Abreu Gómez que en una ocasión a medianoche alguien golpeó la
puerta de su dormitorio.
Me levanto, me pongo mi bata y
voy a ver quién era. Era Juan que, sin saludar siquiera, preguntaba ansioso:
“Oye mano, no sé cómo lo olvidé hombre, pero mañana me toca dar una clase sobre
la novela romántica. Me acuerdo de Amalia, de Sánchez Mármol, de El
matadero, pero nunca he leído a Jorge Isaac, y para hablar de la novela
romántica tengo que hablar de una obra que es muy significativa, como María.
¿No quieres hacerme el favor Ermilo, de contarme la novela?” Y entonces le
hablé de la novela, le narré todo, le hablé de la naturaleza de la obra, de
quién era el autor, del carácter de María, de la historia romántica, le
conté la caza del tigre y luego de la novela en general y, de pronto, me dijo,
bueno ya, ya, me tengo que ir porque a las nueve tengo clase, Eran casi las
tres de la mañana y yo también tenía clase por la mañana. Así, de pronto, como
había llegado, Juan se fue....
A la mañana siguiente llegué un
poco retrasado a mi clase. Comencé a escribir en el pizarrón cuando se
escucharon aplausos en el aula de junto. Ahí daba su clase Juan. El escándalo
era demasiado y, también por curiosidad, me asomé a ese salón. Descubrí
entonces que Juan acababa de narrar María y que recibía los aplausos.
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