jueves, 11 de octubre de 2012

Elogios en versión barroco recargado


Si usted tiene algún familiar, amigo o vecino que se dedica al arte, es conveniente que esté informado en cuanto a la mejor forma de expresar la opinión que le merece su trabajo. El reconocimiento al artista se conduce con leyes propias y muy distantes a las de otras profesiones u ocupaciones. Así, el plomero se irá contento y agradecido de recibir su pago acompañado de un discreto: “muchas gracias, el trabajo quedó muy bien hecho”; el odontólogo se dará por bien servido con sus haberes y un lacónico: “gracias, doctor”. Pero los artistas se cuecen aparte. Augusto Monterroso se refiere a lo que acontece dentro de su gremio.

El único elogio que satisfaría plenamente a un escritor sería "Usted es el mejor escritor de todos los tiempos". Cualquier otra cosa que no sea esto comienza a tener, según el escritor, cierta dosis de mezquindad de parte del mundo y de la crítica. Vienen después algunas gradaciones, todas inaceptables cuando no francamente deprimentes: "Es usted el mejor poeta de su país"; "Está usted entre los mejores ensayistas de su generación"; "Usted, Fulano y Zutano encabezan la nueva hornada (cuando ya se sabe que Fulano y Zutano son un par de imbéciles) de cuentistas". "Es usted el más leído", puede ser ambiguo, pues los gustos cambian; "El más vendido", peor: en el fondo el autor, con poco que sea inteligente, aunque no siempre lo es cuando se trata de sí mismo, sabe que la publicidad y la promoción hacen milagros.

Por su parte Groucho Marx aborda lo que sucede entre actores. Así es que aparecen en escena tanto la envidia como los celos profesionales ya que, en su opinión, el reconocimiento hacia uno mismo es tan importante como la crítica negativa que reciban los colegas.

Habiendo pertenecido únicamente a la profesión teatral, ignoro cómo reacciona ante el éxito o el fracaso la gente que se dedica a otras actividades. Pero estoy seguro de que una gran parte de envidia entra en el maquillaje de casi todo el mundo.
El negocio teatral es una profesión muy variable. La estrella de hoy es a menudo el pordiosero de mañana, y viceversa. Probablemente seré apedreado por  lo que voy a decir, pero tengo la impresión de que un fracaso sonado en Broadway proporciona alegría y alivio a una parte sustancial del mundo del espectáculo. Esto no significa necesariamente que, a la mañana siguiente de un fracaso resonante, todos los productores, directores y actores salgan a la calle a bailar un fandango (…), pero la verdad escueta es que casi todo el mundo se siente inquieto cuando un productor rival no sólo se destaca de la masa, sino que continúa haciéndolo. En el mundo del espectáculo el éxito permanente es imperdonable. El fracaso demuestra de manera concluyente que el que acaba de caer no tiene más talento que el resto de la manada, y que la mayoría de sus  éxitos han sido pura suerte.
(…) Es muy desconcertante para un cómico estar sentado en su camerino y escuchar a otro comediante que mata de risa al público. “Bravo” es una palabra magnífica cuando se dirige a uno mismo, pero una exclamación bastante desagradable cuando es lanzada a un competidor. Si fuese chivato, podría hablarte de una estrella que solía cerrar la puerta de su camerino y luego abrir el grifo del lavabo sólo para asegurarse de que el sonido de los aplausos o de las risas que arrancaba un rival no llegaban a sus inseguros oídos.

Es así que los actores se alimentan en la desmesura de toda crítica (por supuesto positiva) que aluda a su desempeño y lo que a cualquier mortal pudiera parecer excesivamente almibarado, nunca será suficiente a los ojos de quien labora en un escenario.

Sin embargo el tema es mucho más complejo de lo que aparenta ser, tal como se desprende de la mirada que sobre esta cuestión tiene uno de los grandes del oficio, como lo es Fernando Fernán Gómez. Refiere este reconocido actor que entre sus muchos papeles, guarda un antiguo programa del teatro La Madeleine de París. El mismo presenta fotografías de los actores y del autor de la obra así como breves artículos sobre la pieza representada. El director de ese teatro era en ese momento André Berneheim quien escribe lo siguiente en el programa aludido:

El actor puede tener talento. A veces llega a tener mucho talento. Pero si usted debe entrar a felicitarle a su camerino, ha de saber que los elogios que le dedique deben ser desmesurados. No tema hablar al actor de su Inspiración, de su Virtuosismo, de su Maestría. Puede, sin temor, llegar hasta el Genio. Él le creerá. Por debajo de Genio, aunque sean muy sutiles y elocuentes sus lisonjas, el actor quizá experimente la sensación de una cierta reserva por parte de usted.

Motivado por este comentario Fernando Fernán Gómez se explaya sobre la cuestión de los reconocimientos brindados a la gente de teatro.

Quizá pueda parecer, y más a algunos actores poco adictos al examen de conciencia, que dejándose llevar en alas del esprit, el director de La Madeleine exageró en su consejo al espectador. Mi opinión es que si exageró fue muy poco, apenas nada. Cuando concluida la representación, el actor en su camerino, sudoroso, a punto de desmaquillarse y de cambiar la ropa de escena por la de calle, recibe al amable visitante, al admirador, y escucha sus encendidas alabanzas, siempre sospecha que el elogio tiene menos de elogio que de cumplido social. Lo compara interiormente, mientras con una mano sujeta la toalla y con la otra estrecha la mano del recién llegado, con el que se le tributó en otra ocasión; con el que en sus fantasías durante el estudio del papel, durante los ensayos y hace unos minutos en la escena, esperaba merecer; con el que esa misma noche, en este mismo momento, puede estar alguien dedicando a otro actor en el teatro de enfrente.

Llegado a este punto se pregunta si todo se limita a una cuestión de vanidad y es aquí donde el tema sufre una variante de consideración. “¿Vanidad desbordada? André Berneheim no lo cree así. Veamos cómo concluye su consejo: El elogio sin medida le es necesario al actor. Menos por vanidad que por la ineludible necesidad de ser tranquilizado, de recuperar la calma.” De esta manera el reconocimiento público –siempre siguiendo a Fernando Fernán Gómez- cumpliría la función de ser un antídoto adecuado para la inseguridad que acosa al actor. “Mas, ¿por qué ha de recuperar la calma el actor tras la representación? ¿Por qué ha de tranquilizarse? Es obvio: porque ha perdido la tranquilidad y la calma. Las ha perdido por su tremenda inseguridad. Mejor podría decirse: por la absoluta seguridad que tiene de no estar capacitado para su oficio, de haberse trazado una misión imposible de llevar a cabo.” Es interesante continuar la línea de su análisis que nos permitirá arribar a conclusiones que no dejan de ser asombrosas y que se encuentran vinculadas a la titánica tarea que debe enfrentar el actor: dejar de ser él mismo para ser otro.

Domina el actor sus herramientas, las tiene limpias y dispuestas. La memoria, la voz, los ademanes. Con una atinada elección del vestuario y una peluca, unos toques de maquillaje, su físico puede aparentar el físico del otro, del personaje. Pero el actor sabe que en el fondo no se trata de eso.
Con Paradoja o sin Paradoja, el actor siente que debe evadirse de sí mismo, que tiene que llegar no ya a incorporarse en el otro, sino a ser el otro. En eso consiste su trabajo y ahí está la raíz de su vocación. Lo demás son subterfugios.

El actor sabe en lo que se está metiendo. ¿Cómo lograr que el engaño no sea advertido por el espectador? ¿Cómo hacer para que la interpretación del papel que tiene asignado sea tan buena que la mentira pase como verdad? “Por arriesgado o inverosímil que parezca, éste es el juego, ésta es la oferta. Juego que no es posible ganar más que con trampas de tahúr. Oferta que no podrá cumplirse nunca. Porque sabe el actor que él no es un mago, que quizá no los haya, y no ignora que sólo la magia podría ayudarle.” A lo desproporcionado de la tarea hay que añadir las inseguridades personales que, como admite Fernán Gómez, llegan con puntualidad en los momentos previos a la presentación en escena.

Falta poco para empezar la función, y el actor, en el café cercano al teatro, está tranquilo, tiene calma. Pero en lo más profundo de su ánima empieza a desarrollarse el combate. Dentro de nada, en cuanto se haya alzado el telón, porfiará el actor por autoeliminarse, por desprenderse de su entidad, pero le será preciso seguir viviendo después del suicidio para entrar en el otro, para serle. Imposible.

Y aquí nos encontramos con el desenlace de la trama siendo que para reducir esta sensación de insatisfacción -concluye Fernán Gómez- solo queda una posibilidad: que el espectador se aproxime con elogios fuera de toda proporción para decirle al actor que si no lo logró totalmente, cuando menos se acercó bastante a lo que pretendía.

Y en el supuesto inalcanzable de que el actor consiga abandonar su «sí mismo» y llegue mágicamente a ser el otro, ¿quién vigilará al otro?, ¿quién le obligará a seguir el camino trazado por el autor de la comedia? De imposible en imposible, el actor sabe que no le queda más remedio que recurrir al fraude, a la trampa del tahúr, a la mentira. Y necesita al acabar su trabajo que alguien entre a decirle que no ha sido mentira, que ha sido verdad, que alguien se lo ha creído. Necesita los elogios exaltados, las alabanzas desmesuradas que le ayuden a paliar en alguna medida su inevitable fracaso.

Hemos vivido en el error de considerar que esta sed inagotable de elogios que tienen los actores obedece exclusivamente a los requerimientos del ego cuando en realidad ello también forma parte de las exigencias propias del oficio.

Entonces la próxima vez que se nos presente la oportunidad de expresar nuestro reconocimiento al trabajo de un actor, no seamos mezquinos sino generosos sin reserva. Ellos hicieron muy bien su papel, no seamos menos en la interpretación del nuestro.

Con un poco de suerte hasta nos lo creen.

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