Sabido es que la música alegra el
espíritu. No existe problema que se vea peor con algunos acordes en la cercanía
por lo que nunca será suficiente el agradecimiento a grupos y solistas que nos
regocijan con sus cantos y melodías.
Ahora bien, hay intérpretes que, aún
teniendo la mejor de las voluntades, resultan francamente muy malos cuando no
calamitosos. Si se presentan en un espacio abierto –en una esquina del Centro
Histórico, pongamos por caso- uno es libre de apartarse del lugar lo más
rápidamente posible. La cosa cambia cuando entonan
sus melodías en un recinto cerrado como
lo es un medio de transporte público. Allí uno se transforma en auditorio cautivo,
en víctima propicia y el espíritu lejos de alegrarse, se agüita.
De esta manera topamos con un
conflicto de intereses: el trovador tiene todo el derecho del mundo a ganarse
unos pesos en forma honorable al tiempo que el usuario del transporte colectivo
(camión, pesero, trolley, metro) tiene también todo el derecho del mundo a
presenciar espectáculos que cuenten con un mínimo de armonía y que sean
libremente escogidos. Seguramente más de uno de los siempre improbables
lectores esté pensando, con algo de sorna, que el autor de estas líneas tal vez
se crea Caruso. No, no es el caso, canto horrible y solo lo hago en la
privacidad, cuando tengo la mente entretenida en otra cosa y ello impide que me
oiga a mí mismo. En el momento en que la atención se hace consciente, enmudezco
inmediatamente.
Estoy seguro que la vida en grandes
ciudades presenta múltiples choques de derechos mucho más importantes que el
que aquí enuncio, no obstante sería conveniente buscarle solución. Se me ocurre
que hay dos posibilidades. La primera, sobre la cual soy más bien mesurado en
relación a sus previsibles resultados, sería invitar a los propios intérpretes
y conjuntos desafinados a hacer conciencia de sus limitaciones e iniciar un proceso
de reconversión ocupacional como podría ser el de dedicarse a la venta de
diversos productos. ¿Por qué no soy optimista al respecto? Porque la gran
mayoría de quienes atentan contra la armonía tienen una opinión muy elevada de
sí mismos al considerarse émulos de Agustín Lara, Pedro Vargas o Juan Gabriel.
Son muy pocos los des-armónicos que aceptan serlo y el caso más ilustrativo que
conozco lo refiere Carlos Monsiváis.
Cinco de la noche.
En el vagón de Metro el joven con la guitarra se dirige a los presentes y
anuncia:
-Les voy a cantar
una canción del gran compositor y poeta del pueblo José Alfredo Jiménez, pero
antes les advierto una cosa: no tengo nada de voz y desafino que da gusto.
¿Entonces por qué canto? Porque no he conseguido trabajo, tengo mujer y dos
hijos y me importa que coman. Así es y no quiero sus miradas de lástima. Le
debo mi pinche situación a que ni ustedes ni yo hemos hecho nada contra este
Sistema, y eso nos trae jodidos, la impotencia de mierda en la que nos movemos,
¿nos movemos?, nos quedamos quietos, carajo, y por eso ustedes perciben sueldos
de hambre, y yo ni sueldo recibo, y no me salgan con lo de "¡Trabaja,
güevon!", porque aunque quisiera, siempre exigen una carta de
recomendación del Presidente de la
República y del Papa. No se volteen, véanme de frente, les voy
a cantar la maravillosa "Paloma querida", aunque ya les advertí que
cantar no es lo que sé hacer, y ustedes van a darme cualquier cosa, y con esa
limosnita hoy cenaremos lo que sea en mi pobre casa que no la comparto con
desconocidos, y ustedes se olvidarán de mí nomás salgan del vagón, como se
olvidan de todo para no acordarse de su pinche condición de explotados y,
bueno, se las hice cansada, ahí les va... ¡chin! Ya llegamos a la otra estación
y mejor denme algo porque si no les canto y tengo una vocecita de la chingada,
y no, no es asalto de “La bolsa o el oído”, pero cooperen, cuates, y con eso
ayudan a unos todavía más jodidos que ustedes, y no me escuchan asesinar una
canción del gran José Alfredo Jiménez, el poeta de México.
Realmente encomiable la solución que
encontró este trovador al conciliar su necesidad de ingresos con las
restricciones que reconocía tener para desenvolverse en tan noble oficio.
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