No se trata de descalificar a quien
cuida su salud; nada más lejos de nuestra intención. Está claro que no todo
depende de nosotros, pero es importante estar atento a aquello en lo que sí
podemos intervenir para mantenernos más saludables. Una vez aclarado el punto,
no es posible dejar de advertir los excesos que se comenten en este terreno. En
el mundo contemporáneo se ha impuesto una especie de tiranía sanitaria que
tiene que ver con una serie de factores: lo que se ha denominado culto al
cuerpo, extremas precauciones en cuanto a las características de los alimentos
que se consumen, exigencia de revisiones médicas periódicas, insistencia en someterse
a rutinas de acondicionamiento físico, etc. Como en tantos otros temas pasar de
lo sensato a la exageración es cuestión de cantidades y el problema se complica
porque “¿qué tanto es tantito?”.
Hace ya algunos años entre las clases
acomodadas se impuso la costumbre de
atenderse la salud (y la enfermedad) en Houston, dado que allí estaba instalada
la vanguardia en cuanto a tecnología médica se refiere. En ese entorno, Eulalio
Ferrer alertaba de los peligros que presentaba esta obsesión de salud.
El que viaja a
Houston sano corre el riesgo de regresar enfermo y no sólo por la vía del
contagio psicológico, sino por la inercia de la propia monotonía. ¿Y por qué
no revisarme yo? —se preguntan muchos, entre acompañamiento y
acompañamiento, de uno a otro consultorio o laboratorio. Lo que facilita el
ejercicio médico en dosis masivas. ¿Qué organismo no padece algún desperfecto o
falla que corregir? ¿Qué persona que haya rebasado los 50 años no ha cedido
alguna parte de su cuerpo a la propiedad médica o a las pastillas y píldoras de
recetas que no se consultan entre sí y llegan a causar efectos contrarios acogidos,
quizá, a la región misteriosa de las intoxicaciones y las alergias? Las
evidencias se han multiplicado desde que se inventaron tantas formas de
análisis y radiografías; sobretodo, también, desde que ha crecido en
proporciones tan extensas la medicina preventiva, con todos sus aciertos, con
todas sus alertas y fantasmas (...) Acudir al médico se ha vuelto un hábito,
como en otros tiempos acudir al confesionario eclesiástico: todo parece
dispuesto para aceptar una condena o una absolución.
(…) Siempre
parábamos en el camino a desayunar, siempre lo hacíamos en el mismo sitio y
siempre pedíamos lo mismo: huevos estrellados con arroz. Parece que en esa
época no se había descubierto el colesterol o que las compañías farmacéuticas
no habían conseguido enfermar a tantas personas sanas: los huevos sudaban
aceite y nadie reparaba en ello. La gente moría como lo hace hoy, pero sin el
azote de las notas que advierten cuántas calorías hay en cada mordida y que
estropean el sabor de las comidas, sin las advertencias de la esposa recordando
los mensajes de la tele y las amenazas del agente de seguros perplejo ante las
alturas alcanzadas por el colesterol.
Ignoro cuándo se
inventó la epidemia del colesterol, pero estoy seguro que hoy, cuando todo
mundo habla de él, del colesterol bueno y del malo, mucha gente fallece sólo
por el hecho de pensar que sus arterias están llenas de grasa, o, de no ser
así, invadidas por la publicidad de la industria farmacéutica. Las modas
enferman y las modas médicas son letales.
Con el consumismo y con la industria
farmacéutica hemos dado, Sancho.
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