jueves, 1 de noviembre de 2012

Malentendido de supuestos


Sabido es que los problemas de comunicación vienen en muy diversas presentaciones. Surgen por lo que se dijo así como por lo que se calló; por atribuir diferente significado a las expresiones; por el exceso pero también por la carencia de palabras; por no suponer lo que piensa el prójimo o por suponerlo. En fin, que la cuestión no es sencilla.

Queda claro que en el encuentro con los otros no es posible andar explicitando todo y es allí donde los supuestos juegan un papel muy importante. Sin embargo hay ocasiones en que estas especulaciones erran al blanco dando lugar a situaciones tragicómicas.

En su Autobiografía (Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1939), G. K. Chesterton se refiere al trato que prevalecía entre las diversas clases sociales en tiempos de su infancia así como al vínculo que las familias acomodadas mantenían con la servidumbre. Recuerda que en su hogar las relaciones eran amables pero que por lo general existía gran distancia entre los señores y sus sirvientes, todo ello en un entorno de discreción y silencio victoriano. Para ilustrar el punto narra un divertido malentendido (claro está que divertido a condición de no haber sido uno de sus protagonistas) originado en falsos supuestos. Aquel dislate comienza cuando una señora, parienta de Chesterton, fue a vivir por un breve periodo a casa de una amiga que había tenido que ausentarse. “La señora tenía metida en la cabeza la idea de que la sirvienta (de su amiga) guisara sus propios alimentos por separado, mientras que la sirvienta se hallaba igualmente obstinada en el criterio de comer las sobras de los platos de la señora”.

Desde esa lógica -y para asegurar su alimentación- “la sirvienta enviaba, por ejemplo, para el desayuno cinco lonchas de tocino, que era más de lo que la señora necesitaba”.

Hasta aquí todo bien, sin embargo surgió una dificultad inesperada: la señora tenía la costumbre -propia de aquella época- de creer que nada debía desperdiciarse. Es así que “se comió las cinco lonchas y la sirvienta, en vista de eso, le puso siete”. Aquel desencuentro silencioso continuó creciendo. “La señora palideció un poco, pero siguió el sendero del deber y se las comió. La sirvienta, empezando a sentir que también a ella le gustaría desayunar, le puso nueve o diez lonchas. La señora tomando impulso, acometió contra ellas, de cabeza, y no dejó una. Y supongo que así, sucesivamente, debido al silencio cortés entre las dos clases.”

Con el humor que lo caracteriza, Chesterton especula sobre el posible final de aquel desencuentro. “No quiero ni pensar cómo terminaría. La conclusión lógica parece ser que la sirvienta murió de hambre y la señora de hartazgo.”

A manera de moraleja es posible concluir que en la vida se presentan circunstancias en que lo recomendable es preguntar en lugar de suponer acerca de la conducta de los otros.

¡Ah!, y por lo demás cabe subrayar que no siempre es tan bueno seguir el sendero del deber ni tan malo dejar algo en el plato.

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