Muchos son los testimonios de madres que amorosamente
asumieron sus responsabilidades hasta el final de su vida y en situaciones muy
adversas.
En la Segunda Guerra Mundial los judíos
italianos fueron los últimos en ser conducidos a los campos de exterminio. Esta
escena tuvo lugar en enero de 1944 en la víspera de abordar el tren sin retorno
y Primo Levi, citado por Mauricio Rosencof, da cuenta de ello.
Y llegó la
noche, y fue una noche tal que se sabía que los ojos humanos no habrían podido
contemplarla y sobrevivir. Todos se dieron cuenta de ello, ninguno de los
guardianes, ni italianos ni alemanes, tuvo ánimo de venir a ver lo que hacen
los hombres cuando saben que tienen que morir.
Cada uno se
despidió de la vida del modo que le era más propio. Unos rezaron, otros
bebieron desmesuradamente, otros se embriagaron con su última pasión nefanda.
Pero las madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida para el
viaje, y lavaron a los niños e hicieron el equipaje, y al amanecer las
alambradas espinosas estaban llenas de ropa interior infantil puesta a secar, y
no se olvidaron de los pañales, los juguetes, las almohadas, ni de ninguna de
las cien pequeñas cosas que conocen tan bien y de las que los niños siempre
tienen necesidad. ¿No haríais igual vosotros? Si fuesen a mataros mañana con
vuestro hijo ¿no le daríais de comer hoy?
Marcos Ana (cuyo nombre original es Fernando
Macarro Castillo) luchó con el bando republicano durante la guerra civil
española. Fue detenido en 1939 y permaneció encarcelado hasta 1961, un total de
23 años de prisión ininterrumpida. En su libro Decidme cómo es un árbol. Memoria de la prisión y la vida rememora
diversos momentos de su cautiverio. Entre los pasajes más sobrecogedores se
encuentran aquellos en que alude a su madre.
Mi madre. A veces cuando volvíamos de
los interrogatorios, tullidos y esposados, pasábamos por delante de una fila de
familiares que aguardaban en un pasillo para entregarnos ropa o a pedir
información sobre los detenidos. Pero los verdugos ni se inmutaban, pasaban
sonrientes, exhibiendo su crueldad. Nada les importaba.
Tras una de las sesiones, cuando
acababan de torturarme y me devolvían a mi “apartamento” con las manos
esposadas a la espalda y la sangre fresca todavía, descubrí a mi pobre madre,
menuda y pequeña, arrebujada en su toquilla oscura, con su eterno pañuelo negro
sobre la cabeza. Estaba esperando junto a otros familiares, para entregarme un
pequeño paquete de comida.
Al verme llegar, al reconocerme y ver
lo que habían hecho conmigo, echó a correr y de rodillas se abrazó a las
piernas de uno de los policías llorando.
-Por favor, por favor, tengan piedad,
están matando a mi hijo, me lo están matando -repetía.
-Levántese, madre -sólo pude decir,
con el corazón destrozado.
Con los pies la empujaron y se la
quitaron de encima y allí quedó llorando, tirada en el suelo... Esa escena, que
no olvidé nunca, fue más cruel y más insufrible que todos los martirios.
Más allá de la edad y las circunstancias en
que se encuentren sus hijos, hay madres que allí están acompañando hasta
límites inverosímiles. Nuevamente recurrimos a la evocación de Marcos Ana.
Cuando en 1940
pasé unos meses en la cárcel de Alcalá de Henares, donde vivía mi familia, me
llevaban un poco de comida diariamente; unas patatas viudas, unas lentejas,
algunas cebollas cocidas, lo que era posible en aquella época donde nuestras
familias carecían de todo. Un día empezó a ocurrir algo sorprendente en mi
paquete. Un plátano mordido en una esquina, una tortilla francesa a la que
visiblemente habían arrancado un pequeño trozo, parte de un muslito de pollo,
unos gajos de naranja... Se lo comenté a mi hermana que sospechó inmediatamente
lo que ocurría. Mi madre estaba muy enferma y hacían un esfuerzo para atenderla
con una alimentación especial. Cuando la familia se reunía para comer, mi madre
disimuladamente daba un pequeño bocado a su comida y en un descuido por debajo
de la mesa, lo ocultaba en su faltriquera. Después, cuando confeccionaban el
paquete, mi madre se las arreglaba, sin que mi hermana lo viera, para
introducir aquella comida, ligeramente mutilada, para su hijo encarcelado.
Triste madre mía. No puedo olvidar su imagen. Vestida de negro, con un pañuelo
oscuro sobre su cabeza, sollozando, agarrándose con sus manos temblorosas a las
rejas del locutorio.
Como un homenaje a su padre (quien fuera
asesinado en el transcurso de la guerra civil) y a su madre, fue que Fernando
Macarro Castillo devino en Marcos Ana, tal como él mismo lo señala: “los dos
van conmigo en mi corazón y unidos en mi nombre”.
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