Tema recurrente en nuestros
días el del incumplimiento a las normas ciudadanas así como el relacionado con
el deterioro en las formas de convivencia. La polémica se ha instalado: que si
la responsabilidad es de los padres y los maestros que ya no saben educar, que
si las instituciones y autoridades están sumidas en una grave falta de
credibilidad, que si los medios de comunicación trasmiten contenidos que
atentan contra el bienestar, que si los jóvenes de hoy ya no tienen valores,
que si la crisis de religiosidad. Todo esto aunado a un largo etcétera.
Y en este contexto es
frecuente que un pasado pleno de
virtudes a la manera de paraíso perdido se anteponga a un presente
caracterizado por la pérdida de valores. Sin embargo a la hora de revisar el
ayer se encuentran voces que ya hablaban de una severa crisis de las virtudes
ciudadanas. Tal es el caso del cronista Ángel de Campo quien en
El Universal del 27 de junio de 1896 publica el artículo titulado “Se
prohíbe…”
Nosotros,
los mexicanos, bien vistos, somos un pueblo incorregible, en el que no hacen
mella ni los procedimientos espeluznantes, ni las advertencias corteses, ni
las amenazas, ni las súplicas.
Deduzco
este aserto de la lectura de bandos, avisos, circulares, pastorales y otros
papales, que desde la más remota antigüedad han tendido a corregir ciertas
faltas de educación y moral públicas; pero no se ha hecho caso ni de la
complicada firma de los virreyes, ni de la rúbrica de los obispos, ni del
nombre de los gobernadores, ni tampoco de las tremendas signaturas del Santo
Oficio.
En
nuestros días, estos días propicios a la observación del carácter nacional,
aumento mis razones en pro, con sólo leer las disposiciones restrictivas que se
dirigen al público en general y en lugares públicos a mayor abundancia.
Me
encuentro en una vieja calle con no sé qué amenaza a los rateros, y al margen
del papel, marchitado por la intemperie, una soez palabra y un mandato más soez
aún y sin ortografía, para el signatario, con esta cínica advertencia: Lo puso Manuel García, que es muy hombre!
Leo
en otra esquina, en la fachada flamante y azul de una tienda: Se prohíbe anunciar. Cierto que los pasquineros o
pegadores han invadido el zaguán de junto con programas de teatros y de toros;
han materialmente forrado el palo del teléfono con anuncios de píldoras y Pérdidas;
pero en la fachada, a defecto de tiras, han pintado al negro de humo dos o tres
reclames, y la picardía de rigor, y el dedazo de fango. Sigo de frente, y en la Casa del Señor
de la Caña , arriba de la segunda puerta, sobre la
polvosa imagen reza este letrero: Se prohíbe entrar con cabalgaduras. Y un charro de muchos calzones asusta
a los que pasan, inquietando al caballo, que saca chispas del embaldosado,
porque..., ¡vayan ustedes a reclamarle!, ¡es muy hombre!
Y
a la vuelta, en el ángulo que forma una muralla de iglesia y parte de una
construcción moderna, reza este aviso: Se prohíbe o...r y echar basura. Pues precisamente ahí es donde todo
el vecindario viola la ley; ahí y no en otra parte; ahí, en pleno día, en las
narices del gendarme, un señor decente que reproduce la figurilla casi
maniática del pintor Teniers.
Se prohíbe pasar con perros
sueltos advierte el
cartelón del Paseo de la
Reforma , y os acomete un sabueso retozón, que pertenece al señor
ese que se pasea en coche, ¡y es muy hombre...! Y a los pocos pasos una jauría
furibunda sigue a una bicicleta y nadie la detiene, ¿por qué? Porque son
escuincles de la tropa que vienen de Chapultepec y ¡guay! del que desafía las
iras de las soldaderas que tienen ¡una boca! ¡Dios mío qué boca!
Se prohíbe cortar flores..., y una familia de muchachas risueñas
soborna al jardinero, o sin sobornarlo, espera que se distraiga o lo
entretienen, para que las demás arranquen una rosa no abierta todavía.
Y se recuerda a los pasajeros por orden del Gobernador del Distrito la
disposición que les prohíbe ocupar la plataforma delantera de los vagones. Y mírenla: reboza infractores, personas
de sorbete que no dejan movimiento al cochero, y son nada menos que uno de la
pública, digo, de la reservada, un juez
de lo civil,
un periodista; todos, todos los que mañana, cuando suceda una
desgracia, enseñarán uñas y dientes al pobre hombre del conductor, que con la
gorra quitada les suplica que se metan..., porque es la orden, y oye esta
respuesta:
—¡No
sea usted bruto, no hay lugar; y deme los cinco centavos que me debe del
vuelto!
Ángel de Campo concluye su artículo en
forma circular, reiterando lo señalado en su inicio: “Nosotros los mexicanos,
bien vistos, somos un pueblo incorregible, en el que... etc.... etc....” Por
aquellos tiempos fue lugar común afirmar que los pueblos americanos eran
ingobernables e incorregibles. Algo parecido a lo que es posible escuchar hoy,
cien años después que fuera publicado el artículo mencionado.
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