Todas las profesiones y oficios son factibles de ser ejercidos de muy
diversas maneras. No todos los electricistas, médicos, carpinteros y abogados
desempeñan su actividad de la misma manera. Y aun aceptando sus
especificidades, lo mismo sucede con los sacerdotes. A los efectos de ilustrar
el punto, recurriremos al libro “¿Por qué a mí? Diario de un condenado” de
Víctor Hugo Rascón Banda (México, Grijalbo, 2006).
El título tiene que ver con la pregunta que se formula Rascón Banda cuando
luego de unos análisis de rutina recibe una muy mala noticia en forma de
diagnóstico probable: leucemia linfocítica crónica. “Muchos años después, ante
mi pregunta ¿Por qué a mí?, mi madre me diría ¿Y por qué no? ¿Te crees
privilegiado? ¿Quién eres tú para estar a salvo de una enfermedad grave?,
rompiendo mi soberbia.”
Tuvo mucha fuerza para encarar la adversidad y a partir de allí su vida se
verá transformada: tratamientos, estudios, internaciones, tratamientos,
estudios, internaciones… Atravesó por momentos muy difíciles tanto en lo físico
como en lo espiritual. “¿Dónde está Dios?, me he preguntado muchas veces en el
hospital, en momentos difíciles, en noches de insomnio y camino del quirófano,
a la hora de someterme a alguna intervención.” En esas estaba cuando una amiga
le envía un sacerdote.
Hoy recibí la visita de un sacerdote, moreno, de estatura
mediana, de cuarenta años. (…)
Este día yo estoy muy triste, necesitado de un consuelo,
de una oración, de fe y de esperanza.
Le pido que recemos por mi salud, que nos encomendemos a
los santos y vírgenes que él considere más influyentes para que intercedan ante
Dios por mi salud.
Me mira sorprendido, molesto.
De ninguna manera, me dice, Dios no pierde el tiempo en
esas cosas. ¿Se imagina que Dios va a poder escuchar y atender los millones de
peticiones de salud, amor y dinero?
¿Y los milagros de Jesús?, le digo. ¿No le dio la vista a
los ciegos, curó a los leprosos, hizo caminar a los paralíticos? ¿No resucitó a
Lázaro?, le rebato.
Eso fue en aquel tiempo. Jesucristo no era conocido y se
le ocurrieron esos actos populistas para darse a conocer, me responde.
¿Entonces era demagogo?, pregunto.
Digamos más bien que era un buen publicista. Mire, yo
vengo a prepararlo para que goce la presencia de Dios. ¿O no quiere usted gozar
la vida eterna?, me dice.
No todavía, le respondo. Yo quiero vivir en la tierra por
muchos años. Yo tengo muchas cosas que hacer.
¿No quiere gozar de la presencia de Dios?
No todavía. Él es eterno y me puede esperar. Necesito
salud…
Eso pídaselo a los médicos, no a Dios, dice, y se va
enojado.
Me quedo sorprendido, no, encabronado es la palabra.
Ante situaciones como estas no es difícil concluir en que la pastoral
hospitalaria y de acompañamiento a los enfermos tiene aun mucho camino por recorrer.
Las semanas en aquel hospital transcurrían en forma muy lenta. Los días y
las noches se confundían al igual que las fechas, porque en esas condiciones ¿qué
caso tiene saber el día y la hora? Los muchos
amigos de Rascón Banda no cesaron en su empeño de enviarle tanto sacerdotes
como laicos que pudieran apoyarlo.
Recibo la visita de un jesuita enviado por el director
teatral Luis de Tavira. Es un hombre de mediana edad, que iba a llegar una hora
antes. Perdón por el retraso, me dice. Es que vengo de un ensayo con Margarita
Sanz.
¿La actriz?
Fui a darle una clase de tango en el Círculo Teatral, porque
Margarita va a estrenar una obra de Darío Fo y necesita bailar tango.
Perdón, le digo. Pensé que era sacerdote, Luis me dijo
que iba a mandar un sacerdote.
Soy sacerdote.
¿Y qué tiene que ver el tango en esto?
Es que me gusta mucho el baile, el danzón, el rock, la
salsa. Voy a bailar todos los jueves a La Ciudadela, de 7 a 10.
¿Y no ha tenido problemas con sus feligreses?
¿Por qué? responde. Nunca lo hago con mujeres menores de
cuarenta años, para evitar chismes.
Víctor Hugo Rascón Banda hace una síntesis de aquella singular visita. “Hablamos
de baile, de teatro, de libros y paso una tarde feliz. Creo que hasta rezamos
un poco. Y ese día, yo quedo en paz.”
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