jueves, 2 de mayo de 2013

Los maestros de historia en el recuerdo


A comienzo de la década de los años cuarenta del siglo pasado, Jorge Ibargüengoitia cursaba sus estudios de secundaria en el Colegio México de los hermanos maristas en la colonia Roma de la ciudad de México. A la hora de evocar aquellos años hacen su aparición en el escenario de los recuerdos dos maestros que le impactaron de manera muy diferente.

Uno de ellos, al que identifica como el joven maestro Campillo, impartía la clase de historia de México. Su actitud era muy agradable hasta que se presentó el siguiente suceso.

La simpatía que me produjo el maestro Campillo (…) se desvaneció el día en que explicó el sistema de trueque usado por los indígenas en tiempos prehispánicos.
-Cambiaban un saco de maíz por un canasto de chile, una casa por un solar, una mujer, por un caballo.
Yo levanté la mano y metí la pata.
-Maestro -le dije-. No tenían caballos.
El maestro Campillo se puso colorado.
-Estaba yo poniendo un ejemplo de lo que es el trueque, ustedes no entienden, porque son un poco tontos.
Me hirió en lo más hondo. Hasta la fecha pienso que la respuesta no es satisfactoria. Si la parte del caballo era ejemplo de lo que hacían los indios, estaba mal escogido. Hubiera sido mucho más correcto decir:
-Perdonen, muchachos, hasta al mejor cazador se le va la liebre.   

Unas semanas después el maestro dejó las clases y fue sustituido por otro, también joven, el maestro Margáin. Continúa Ibargüengoitia su relato.

Coincidió la llegada de Margáin con nuestro traslado del salón chiquito y oscuro al salón del edificio nuevo, que era enorme, estaba limpio y tenía una luminosidad extraordinaria. Lo mismo pasó con las clases de historia de México. Salimos de los problemas conceptuales de lo que es o no es el indio y entramos de lleno en la aventura fascinante que es la Conquista. Margáin daba clase a las tres de la tarde, lo escuchábamos con atención desacostumbrada y fue el único maestro que cuando faltaba nos daba tristeza.
-Ni ganas me dan de dormir -decía el panzón Domínguez, que llegaba a la escuela en Opel.
La salida de Cuba, Cempoala, la Malinche, la llegada a Tenochtitlán, el sitio, Pánfilo de Narváez, todo esto lo imaginamos sentados en nuestros pupitres mientras Margáin en el estrado hablaba hasta que la saliva se le hacía espesa.
Tan buena fue la clase que noviembre nos agarró todavía en la Conquista. Creo que los programas de aquella época prescribían hasta la Independencia. Pero no importaba. Más vale ver poco bien que mucho mal.
En las últimas dos clases Margáin nos condujo hasta el presente (1942). Nos habló del futuro maravilloso que esperaba a nuestro país. Las tinieblas de la ignorancia, la incompetencia y el desorden habían quedado atrás. México estaba entrando en la edad de la razón, del trabajo, de la industria…
Cuando terminó su exposición, Margáin estaba entusiasmado, con la boca seca, la corbata chueca. Le dimos una ovación como no se había oído en la escuela y salimos orgullosos de ser mexicanos y creyendo que éramos parte de un país noble, fuerte y sano.

Dejando la evocación emocionada del maestro Margáin (quien como queda dicho, y es conveniente destacar, había hecho posible el milagro de que sus ausencias provocaran tristeza en sus alumnos), Jorge Ibargüengoitia regresa al tiempo en que escribe reconsiderando a la baja aquellas profecías.

En los treinta años siguientes hemos comprendido que el cuadro aquél que nos pintaron era demasiado optimista. Yo creo que a Margáin le ha pasado lo mismo.
Pero valió la pena. Muchas gracias, maestro.

3 comentarios:

Pancho Bustamante dijo...

Gracias Maestro Mendive por el buen rato que me hacés pasar cada vez que te leo. Tendríamos un día que escribir de nuestros maestros y de nuestros Maestros, si es que los tuvimos. Yo recuerdo algunos de los últimos, José "Lungo" De Torres Wilson, Rogelio "Tararira" Brito Steffano, Juan E. Pivel Devoto (tendría tantos motes que ni lo intento) y ya más crecidito a Juan Antonio Oddone, podría seguir, pero ya es bastante para empezar, no te parece? Y vos, qué decís? Escribite algo de tus maistros, abrazo

Pancho Bustamante dijo...

Me encanta cuando los maestros dicen las cosas, no digo brutalmente, si no sinceramente. O sea, nos sean brutales, pero lo es porque eluden la corrección política, la delicadeza debida a las tiernas almas en formación que son más frágiles que el cristal. Nada de boberas, al pan pan y al vino vino. Ustedes no comprende porque son un poco tontos. Un poco, no digo mucho, así se habla Maestro!

Pancho Bustamante dijo...

quise escribir "nos suenan brutales" aunque no lo sean. Muchas bestias tratan a los niños como tiernos angelitos y los odian profundamente, sólo aquel que les puede decir tontos, cuando lo son, los puede amar de veras. Me he enfrentado durante años a hordas de pendejos que se creen no sólo con la verdad en la boca si no con todos los derechos del mundo en la frente y no es así. Los maistros también tenemos razón, la culpa la tiene Paulo Freire, no hay duda, se les ha convencido de lo anterior y no lo explico porque ya el maistro Aparicio lo ha desarrollado maistralmente en la penúltima fonoeléctrica de Los Talas bajo un coro de benteveos y churrinches, al lado del pozo de su estancia. Abrazo