martes, 27 de mayo de 2014

Cuando la muerte nos toma por sorpresa


Nada tan predecible como la muerte y nada tan sorpresivo como ella. Hay situaciones en que al dolor que ocasiona, por lo general, el punto final en la vida de alguien se agrega el estupor ante lo inesperado. Arturo Pérez-Reverte, en un artículo titulado “Sin moneda para Caronte”, profundiza en la cuestión.

Me sorprendió la cara de estupor de mi amigo: desencajada, incrédula. Como si le estuvieran gastando una broma pesada.
-¿Muerto...? ¿Que P. ha muerto? ¡Eso es imposible!
Insistí en el asunto. No sólo es posible que la gente se muera, sino que ocurre con lamentable frecuencia y puntual seguridad a más o menos largo plazo. El común amigo acababa de fallecer de un infarto. Algo muy penoso, en efecto. Triste e inesperado. Pero en cuanto a hecho, a suceso concreto, resultaba real e inapelable.
-También un día te tocará a ti -añadí-. O a mí.
-¡No digas barbaridades!
No digas barbaridades. Me quedé dándole vueltas al comentario y, como ven, todavía sigo haciéndolo. Mi amigo, el del comentario, es un hombre culto, con sentido común. Con esa cierta madurez que dan los años y la vida. Y, sin embargo, la posibilidad de palmar de un infarto se le antoja una barbaridad. Mi amigo tiene una casa, un BMW y una carrera, un par de cuentas bancarias en condiciones, una mujer muy guapa y dos hijos adolescentes con toda la vida por delante. Todos irreprochablemente sanos y felices, dichosos por vivir sumidos en un mundo confortable y en colores suaves. Dolor, muerte, son palabras lejanas, distantes, escritas en otro idioma. Sólo pueden -deben- pronunciarse respecto a otros.

Hubo tiempos en que la muerte se llevaba mejor con la vida, no le era tan extraña; en el mundo actual, por el contrario, hemos enfermado de importancia al pensar que la muerte no tiene nada que ver con nosotros, como si se hubiese inventado exclusivamente para los otros. Arturo Pérez-Reverte se refiere a ello.

Es curioso. Estamos en un tiempo y unos hábitos en que nos comportamos, vivimos y conversamos entre nosotros igual que si nunca fuese a cogernos el toro. Atrincherados en una barricada de eufemismos, miramos reflejados en el espejo nuestros cuerpos Danone como si éstos tuviesen la perennidad del bronce. Términos como fragilidad, provisionalidad, sufrimiento están desterrados del vocabulario oficial. Vamos por el mundo y por la vida sin moneda para el barquero Caronte en el bolsillo, como si nunca tuviésemos que acercarnos a la orilla de ese río de aguas negras que todos hemos de franquear tarde o temprano. El dolor, la vejez, la muerte, no tienen que ver con nosotros.

La muerte ha sido condenada a la clandestinidad, debiendo ocultarse entre eufemismos y disimulos; Hugo Mujica alude a ello  

La muerte se esconde cambiando la palabra cementerio por jardín, disimulando los coches fúnebres, poniéndoles horarios a los velorios y haciéndolos fuera de la casa. Como anteriormente el sexo era tabú –algo que superamos-, ahora el lugar pasó a ocuparlo la muerte, que es algo de mal gusto para hablar o tratar. La muerte era la proporción, por eso filosofar era prepararse para ella. Por esa razón los monjes tenían una calavera en el lugar donde se reunían a comer, porque la muerte era la memoria de la proporción.

La vida se vuelve muy difícil cuando su fragilidad se presenta en forma permanente. Pero es posible que si tuviéramos más consciencia de la muerte, y en particular de la propia, el orden social podría ser mucho más justo y equitativo, permitiendo una convivencia más fraterna. La ilusión de inmortalidad (en particular en los poderosos de turno que olvidan que la muerte se resiste a morir) está íntimamente vinculada a la injusticia. Pérez-Reverte invita a abandonar la negación ante la muerte.

Voy a confiarles algo: la vida es un cartón de bingo en el que siempre nos cantan línea antes de tiempo. (…) Tampoco -no crean que van a escaparse- ustedes mismos, porque ésa es una rifa en la que todos llevamos papeletas. Pero eso, que parece tan obvio, vivimos sin asumirlo, sin reconocerlo. Desterramos lejos a los ancianos, a los que sufren, a los enfermos y a los muertos. Vivimos en un mundo analgésico, tranquilos, seguros. Somos guapos e inmortales, drogados con lo mucho que nos queremos a nosotros mismos. (…)
Grave error. En realidad, nuestro certificado de garantía es tan frágil que no duramos nada. Deténganse un momento a leer la letra pequeña: basta saltarse un semáforo, bajar al cajero automático y tropezarse con un navajero de pulso alterado por el mono. Basta que al mecánico de vuelo se le olvide apretar una tuerca, que un virus nos roce la piel, que un cortocircuito incendie de noche la cortina o que un tipo al que acaban de despedir de su empresa entre en la pizzería donde estamos con los niños, empuñando una escopeta del doce cargada con posta lobera. Uno puede bajar de la acera y no ver un coche, resbalar bajo la ducha, tener un trombo juguetón haciendo turismo por el corazón o por el cerebro, y entonces va y se muere. O sea, fallece. Palma. Desaparece. Pasa a mejor vida o no pasa a ninguna en absoluto. Y entonces va un amigo y le dice a otro: “¿Sabes que Fulano se ha muerto?”. Y el otro, que acaba de tomarse una copa con el extinto, o que ayer, sin ir más lejos, lo vio con un aspecto estupendo, va y responde: “¿Fulano? ¡Imposible!”. Eso es lo que dice, el muy cretino. Absolutamente seguro de que esa vulgaridad no puede ocurrirle a él.

Para concluir con un toque de humor citemos a Bernardo Ezequiel Koremblit que alude al afortunado que “(…) anoche murió..., pero por suerte de nada grave. Quince minutos antes de morir todavía estaba con vida (...)”.

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