Se trata de una patología que afecta a
ciertos gobernantes a quienes les gana el apuro por inaugurar obras públicas en
el afán de mostrar la eficacia de su administración. Este síndrome se
intensifica en fechas próximas a la conclusión de un período de gobierno. Existen
pruebas suficientes que permiten afirmar que el anhelo por cortar el listón antes
de tiempo, ha producido daños de envergadura siendo los ciudadanos quienes
pagan (en las diversas acepciones del término) la factura. Cuanto más grande sea
la construcción mayor será la aprobación y la cosecha electoral consecuente. El
inauguracionismo no es patrimonio de un país en particular, aún cuando sus
manifestaciones varían mucho de una nación a otra.
En el caso concreto de México han
existido presidentes con especial predilección por las inauguraciones. Jorge
Mejía Prieto sitúa a Pascual Ortiz Rubio entre ellos.
A medida que el
tiempo transcurría, peor trataba la opinión pública a Ortiz Rubio haciéndolo
objeto de chistes cada vez más corrosivos satirizándolo con saña creciente a
causa de la singular manía inauguradora que lo poseyó. Don Pascual inauguraba
con toda solemnidad lo mismo una carretera de catorce kilómetros de longitud
que una sala de hospital o una exposición de automóviles. En realidad el
prurito de inaugurar obras públicas no ha sido privativo del ingeniero Ortiz
Rubio. Sería de interés la indagación hemerográfica que nos mostrara en qué
inauguraciones de obras, no sólo insignificantes sino a veces ni siquiera
concluidas, se han desperdiciado nuestros gobernantes.
El hecho fue que
Ortiz Rubio se jactó en su primer informe de gobierno de haber llevado a cabo
una “labor trascendental”, tan trascendental como la inauguración, el
veintitrés de agosto de 1931, del túnel para peatones que comunica dos aceras
del primer cuadro de la ciudad de México, acto al que se presentó con sombrero
de copa y acompañado de miembros de su gabinete, entre vallas de honor, toques
de clarín y marchas militares.
Y en vista de que
en uno de los pasos alpinos se encuentra el túnel del Gran Simplón, extenso
paso ferroviario que une a Suiza con Italia, la mordacidad infatigable
relacionó el nombre del gigantesco túnel europeo con el diminuto paso a
desnivel inaugurado por don Pascual, que fue conocido como el nuevo “túnel del
Gran Simplón”, o sea, del presidente enormemente simple, del Nopalito.
Las inauguraciones –que suelen ser anunciadas
con bombos y platillos- tienen lugar en un marco protocolar cuidado aún en sus menores
detalles. En ciertas ocasiones aquello deriva en una gran simulación; Alejandro
Rosas proporciona un ejemplo de ello.
Cada fin de
sexenio la escena se repetía. Durante los últimos meses del año, el presidente
de la República recorría el país inaugurando obras públicas, escuelas, clínicas,
carreteras, puentes, museos, edificios. La mayoría de estas obras eran inauguradas
por el mandamás del país, aún sin haberse concluido, pero entre bombos y
platillos cortaba el listón y todos eran parte del acto simulado.
Acarreados de
todas las edades vestidos con sus mejores galas recibían al “primer mexicano”.
Cientos de banderitas de colores ondeaban al tiempo que los “vivas” invadían,
en ambiente festivo, la llegada del mandatario. La recompensa para los
asistentes no podía ser mejor: tortas y refrescos.
En otras ocasiones
los empleados de los lugares inaugurados participaban voluntariamente.
Estrechar la mano del presidente o verlo de cerca no era algo de todos los días
-y en algunos momentos del siglo XX fue un orgullo hacerlo. La intención del
hombre del poder era clara: dejar en la memoria de los mexicanos el arduo trabajo realizado por el jefe del
Poder Ejecutivo para beneficio de la
nación.
Y sin embargo,
muchos de los actos inaugurales estaban manchados con la simulación propia del
sistema político mexicano y hasta el presidente era víctima de la mentira de
sus colaboradores.
En 1964 se terminó
de construir el laboratorio de análisis clínicos del Hospital Juárez. “El
edificio era moderno y funcional, muy bonito -recuerda la química Ileana
Robles- el problema es que todos nuestros aparatos eran prácticamente unos
vejestorios, tenían cuando menos veinte años de antigüedad”.
El doctor Santiago
Fraga, jefe del laboratorio, comunicó a sus colaboradores que el presidente
López Mateos inauguraría el nuevo edificio, y pidió al personal presentarse con
sus mejores batas -ni siquiera una les proporcionaba el hospital. Llegó el día
esperado, y como siempre, las químicas se presentaron muy temprano.
La sorpresa fue
mayúscula: los viejos aparatos habían sido recogidos y en su lugar fueron
colocados colorímetros, centrífugas, microscopios y demás instrumentos, todos
nuevos, flamantes, luminosos. La alegría era inmensa, a partir de ese momento
podrían trabajar en mejores condiciones. Llegó el presidente, saludó de mano,
se retrató. Una vez que terminó el acto oficial las químicas regresaron al
laboratorio y se encontraron con otra sorpresa. Personal de la Secretaría de
Salubridad y Asistencia había recogido todo el material dejando vacío el lugar.
Necesitaban llevarlo a otra inauguración. Con cierto desánimo las químicas
tomaron los viejos instrumentos y se pusieron a trabajar. El único consuelo que
guardaron, sí podía considerarse así, fue haber estrechado la mano del
presidente.
Las reformas aprobadas en tiempos
recientes no han podido erradicar al inauguracionismo; quien tenga dudas al
respecto no tiene más que dar seguimiento al acontecer político de nuestros
días.
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