martes, 10 de junio de 2014

La fauna retocada


La enorme diversidad que presenta la fauna en México está fuera de toda discusión. Pero hay casos muy sorprendentes; Leopoldo Zincunegui da cuenta de uno de ellos.


Durante la época en que el general (Joaquín) Amaro ocupó la, entonces, Secretaría de Guerra y Marina, una de sus mayores preocupaciones fue la de uniformar en todos sus aspectos el equipo del Ejército Nacional, llegando en su acuciosidad al grado de exigir que la caballada de cada regimiento, fuera “empelada”; esto es, que todas las bestias fueran del mismo color.
Como se avecinaba un gran desfile militar, los jefes de las corporaciones no descansaban intercambiando bestias para cumplimentar los deseos del Secretario de la Guerra; pero ocurrió que uno de los regimientos, en lugar de caballada poseía puras mulas, para los servicios de “impedimenta”, artillería ligera, etc., y en este caso, y en aquellos momentos, resultaba casi imposible uniformar su color.
No sabiendo cómo resolver aquel problema el jefe de regimiento que lo era un tal coronel Benito Ni, fuese a ver a un amigo suyo, veterinario para más señas, quien le indicó que la única manera de salir de aquel apuro, era la de aplicar a la pelambre de las mulas cierta mixtura a base de nitrato de plata, con lo que adquirían un hermoso color negro, aunque, naturalmente, aquello desaparecería tan pronto como se acabaran los efectos del nitrato sobre el pelo de los animalitos. Y a continuación le dio la fórmula correspondiente, indicándole los tantos de las sustancias que deberían entrar en la mixtura, de acuerdo con el número de acémilas a pintar.
Ya con estos datos y feliz por haber salido de aquel trance, tan bien aleccionado, desde la víspera del desfile, se dedicó Benito ayudado por sus soldados, a la curiosa tarea de barnizar a sus mulitas. Pero ya sea porque tergiversó la fórmula, o porque las cantidades de las sustancias no fueron las correctas, es el caso que a la mañana siguiente amanecieron los pobres animalitos teñidos de un verde tan intenso, que aquello parecía una nopalera o una nube de mayates de colosales dimensiones, y no la auténtica mulada que se escondía debajo de aquel improvisado “camouflage”.
Y lo peor del caso era que, como ya no había tiempo de remediar aquel desacato, tuvieron que concurrir aquellos mártires animalitos al desfile de marras, pintados como para una pastorela, con gran regocijo de los concurrentes a la formación, quienes entre otros calificativos, les adjudicaron el de “Las mulas de San Benito”.


Años después José Revueltas fue testigo de una situación que llamó su atención en el transcurso de un recorrido por el norte del país y del que da cuenta en nota publicada en la revista Así en el año de 1943.
 

Tijuana enloquece y envenena con su vértigo, con su frenesí. Siempre hay un río de gente, de norteamericanos sobre todo, dispuestos a beber de la manera más salvaje, tal vez hasta reventar.
Hay ahí hasta cierta industria ingenua y maligna, hecha para explotar la candidez norteamericana. Se trata de pacientes, prodigiosos burros pintados con rayas blancas, que se pasan todo el día al extremo de unas carretas en cuya parte posterior se muestra un telón de fondo con decorados “nacionales”. Los yanquis llegan con infantil regocijo para retratarse en “una carreta mexicana” tirada por una “zebra (sic) mexicana”. Tengo la impresión de que, en efecto, creen que el burro, así esté a punto de decolorar sus hermosas rayas a causa de faltarle pintura, es nada menos que una zebra mexicana, traída, eso sí, de quién sabe dónde.


Esta tradición no se ha perdido y mi experiencia al respecto tuvo lugar hace años en Ciudad Juárez, donde había estado trabajando unos días.  Ya iba rumbo al aeropuerto para tomar el vuelo de regreso cuando llegando a un crucero nos detuvo el semáforo. Entre los vendedores que ofrecían sus productos llamó mi atención un pajarero que cargaba a sus espaldas una torre de jaulas que parecía no tener fin, una sonora escalera al cielo; había pájaros de colores muy brillantes, estridentes se podría decir. Como no podía quitar mi vista de ellos, la persona que me acompañaba preguntó qué era lo que tanto llamaba mi atención, a lo que respondí haciendo referencia al hermosísimo colorido de aquellas aves. Sin mayor perturbación, y mientras la luz verde permitía reiniciar la marcha, se limitó a comentar asombrado por mi ingenuidad:

-¡Ah!, no crea todo lo que ve. Deje que se mojen y ya verá cómo quedan…

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