martes, 29 de julio de 2014

Los invitados


El tema se las trae. En ocasión de un cumpleaños, casamiento o reunión por el sólo gusto, hay que elaborar la lista de invitados; por lo general muchos son los mencionados y menos los elegidos. En el mejor de los casos las invitaciones se formulan en reconocimiento al parentesco y la amistad; en el peor, por intereses inconfesables como: simetría (“ellos nos invitaron cuando fue su evento”), esperanza de ascenso laboral (“es el jefe”), temor a represalias (“si no los invitamos son capaces de cualquier cosa”), etc.


Hay ocasiones en que se da un malentendido al suponer que el invitado estará contentísimo de haber sido sujeto de tal distinción, cuando el pobre en realidad no ve la forma de disculparse. Esto ha dado lugar a la existencia de un verdadero arte de las disculpas, que siempre es deseable se formulen con anticipación y así hay quien inventa viajes, compromisos previamente contraídos y muchos etcéteras. Las hay creíbles y dudosas; a este respecto Alfonso Reyes afirma: “Entre los mil géneros de disculpas prefiero –por pintorescas- las levemente inverosímiles.” Es posible concluir en que las que se presentan a posterior no dejan de ser muy antipáticas: un trabajo de última hora, la enfermedad de un familiar, un malestar agudo… Los lugares quedaron vacíos y el gasto fue hecho.
 

Pero aclaremos las cosas: esto sucede en nuestro tiempo porque en el pasado quien incumplía con el compromiso de concurrir a una comida no alcanzaba indulto, debiendo el anfitrión tomar nota de tamaña afrenta. Veamos lo que señala B.A. Grimod de la Reynière, verdadero especialista en cuanto a las costumbres imperantes en el Antiguo Régimen.

 
Un invitado que ha aceptado una invitación formalmente o con un silencio de veinticuatro horas, debe respetarla como un soldado a su bandera y considerar el compromiso como sagrado. Sobre todo porque tenía libertad de elección. Nada le obligaba a aceptar una invitación hecha por escrito, la única, por cierto, que merece respuesta. Había un día y una noche entera para decidirse, pero una vez que se ha dado el sí, se contrae un compromiso más sagrado que el del matrimonio. Para un hombre de palabra, es más sagrado aún y los deberes que conlleva son tan dulces que, cuando se viola, se es doblemente culpable.
Esto nos lleva a hablar naturalmente de los incumplimientos.
El concepto tiene diversas acepciones en nuestra lengua, pero todas son más o menos peyorativas. Sólo rompe su palabra el que no la tiene, lo que, en casi todas las circunstancias, significa ultraje a la buena fe. Desentenderse de sus obligaciones es sustraerse al deber de cumplirlas, de manera que protestar sus efectos, pedir un contrato de prórroga, pedir tiempo a la justicia, son otras tantas deserciones. De lo que se deduce que, en muchos casos, el incumplimiento es sinónimo de fracaso y de bancarrota.
Romper un compromiso en golosinería es no tener palabra, desorganizar una cena, provocar inquietud y descontento en el alma de un honesto anfitrión, hacerle una injuria mortal y exponerse a no volver a ser invitado por él, pues hace falta una dosis sobrenatural de indulgencia para invitar de nuevo al convidado informal, que ha osado no cumplir con un compromiso.


En su opinión solamente existían situaciones muy excepcionales (y verán que no exageramos) que hacen un poco menos grave la inasistencia. “La más grave enfermedad, un miembro fracturado, la cárcel o la muerte, son lo único que puede excusar un abandono.” Pero para que no nos confundamos, afirma con contundencia: “No lo legitiman, pero al menos lo hacen comprensible.” Claro que en estas situaciones extremas había que aportar las pruebas respectivas, “(…) en los dos primeros casos, es exigible un certificado del médico o del cirujano que señale el estado del enfermo, en el tercero un documento judicial y en el último el acta de fallecimiento, que será enviada junto con la ruptura del compromiso al lugar de la invitación.”

 
B.A. Grimod de la Reynière concluye el punto estableciendo la penalización que debería afrontar quien incumpliera su compromiso con el llamado imperio goloso.

 
Fuera de estos casos no se aceptará otra excusa y, además de sufrir la vergüenza, el infractor se obligará a pagar a todos los anfitriones que conozcan el reglamento de Aze una multa de 500 luises, pagaderos a ocho días vista. Nada es pues más soberanamente deshonesto, más vergonzoso incluso que una ausencia no justificada, y el autor de esta obra lo considera como la más sensible herida que se le pueda hacer a él y a todos los que se enorgullecen de conocer y practicar las leyes del imperio goloso. No, nada hay más insultante que un abandono, como no sea la anulación de una invitación.         


De aquellos ayeres a hoy, mucha agua ha pasado bajo el puente. Prueba de ello es una nota de prensa de hace unos pocos años que da cuenta del problema opuesto: cuando los invitados no sólo llegan sino que luego no se van...
  

Los hemos sufrido todos. Es horrible. En un sentido literal, una tortura. Luego de una larga fiesta o de una buena cena, cuando llega la hora en que el sentido común aconseja dar las gracias, decir que todo estuvo delicioso, que habría que ver cuándo la repetimos y partir, uno o varios de los invitados se transforman, se amarran al sillón, piden otra copa y, sencillamente, no se van.
No se van.
No se van.
Y no se van.
La situación no es cosa de risa. Catedráticos de la Universidad de Middletory, en Calgary, han registrado que 36% de los conflictos conyugales son provocados directa o indirectamente por estos personajes a los que la academia denomina lategoers, mientras que el índice de distanciamiento afectivo se dispara a 73% cuando se produce este fenómeno del invitado pertinaz. En un estudio publicado en el Journal of Abusive Frienship, en noviembre de 1997, se llegó a la conclusión de que la práctica del lategoism se ha incrementado notablemente en los últimos años y amenaza con legitimarse por la lamentable cultura de la informalidad y el florecimiento de las actitudes emocionalmente correctas. Porque te quiero mucho y estoy a gusto tengo todo el derecho de ver el amanecer desde tu sala. El alcohol, la carcajada o el llanto, afirman Larry F. Jhonson y Jane P. Wilcott, sirven como el adhesivo fatal de tan inextirpable presencia. El “triángulo de la perpetuidad”, lo llaman Jhonson y Wilcott.
El drama, señalan los estudiosos, es la condición inerme de las víctimas.
 
 
Y tal vez sea cosa de, como es usual en algunas invitaciones para cumpleaños infantiles, establecer el horario de inicio y de final de la fiesta. Mejor no imaginar lo que opinaría B.A. Grimod de la Reynière al respecto…

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