No hay duda que existen
pueblos con muy diversa capacidad comunicativa. Los hay reservados (ecuatorianos,
uruguayos, peruanos) así como más expansivos (brasileños, jamaiquinos,
colombianos). Aun cuando el tema se presta a estereotipos, no es posible negar
que un paraguayo con vocación de anonimato y voz susurrante tiene muy poco que
ver con un cubano sin miedo al ridículo y que habla a los gritos.
¿Será que algunos mares tienen
algo que ver con esto? En relación a los habitantes del Caribe colombiano,
Alberto Salcedo Ramos comenta que
En
cualquier parada de buses los peatones desconocidos intiman cual viejos amigos.
Se cuentan sus cuitas, comparten sus asuntos. Quedarse callado sería como oír
la voz de la muerte.
Por
eso lo contamos todo, bueno o malo.
Algo parecido sucede en
distintos parajes; pruebo de ello es lo que dice Jorge Ibargüengoitia aludiendo
a otros caribeños: “Mi primera impresión fue que
todos se conocían. Más tarde descubrí que en Cuba se habla con conocidos, con
desconocidos, y cuando no hay nadie cerca, a solas.”
¿Por qué
existen tan marcadas diferencias en el tono, la frecuencia y el tipo de
comunicación entre unos pueblos y otros? Se ha buscado esclarecer el punto por medio
de la historia, el clima, el entorno geográfico, e incluso
factores infraestructurales y locativos como los que menciona Salcedo Ramos.
(…) en
una región predominantemente rural lo privado se vuelve colectivo tarde o
temprano. Hay pueblos en los que, por falta de moteles, los amantes deben
juntarse en espacios exteriores. Todo el mundo los ve cuando se internan en los
callejones, y ellos pueden convivir sin problemas con la idea de que su acto de
amor se democratice.
Sin embargo este mismo autor
brinda otra explicación cuando sostiene que la comunicación se constituye
también en una forma de resistencia ante la pobreza. “En el Caribe la
indiscreción y la habladuría son formas de combatir el subdesarrollo. Al
asomarnos por la ventana podemos ver esa película que nos estaba negando la
falta de un cine. Al parlotear en las esquinas podemos inventar una diversión
donde antes reinaba el bostezo.” Pero también –y siempre siguiendo la crónica
de Alberto Salcedo Ramos- la conversadera puede llegar a ser una variante de
resistencia política.
En el
Caribe los murmullos han sido la principal herramienta de control político.
Ciertos senadores corrompidos le tienen más miedo a la lengua viperina de los
taxistas que a la pluma de los reporteros. Es que los periodistas decimos lo
que sabemos cuando chismoseamos entre nosotros, pero luego escribimos nuestras
notas con una asepsia aburridísima. Los taxistas, en cambio, tienen un solo
discurso, y lo multiplican con eficacia demoledora.
Por supuesto que en estos
ambientes la discreción no cuenta como virtud y prueba de ello es que cuando
Salcedo Ramos preguntó a una matrona guajira si aceptaría dinero por guardar un
secreto, la respuesta que obtuvo fue: “¿Quedarme callada? Ni de fundas. (…) Ninguna
plata del mundo me haría más feliz que echar el cuento”.
Pero no se caiga en el error
de suponer que este placer comunicativo se circunscribe a narrar lo que sucedió,
sino que en ocasiones va mucho más allá y deriva hacia terrenos adivinatorios -al
chisme de anticipación- porque como concluye Alberto Salcedo Ramos, en el
Caribe colombiano
(…) hay
una gran necesidad de contarlo todo, incluso lo que todavía no ha sucedido. En
todas partes se comadrea, ni más faltaba: la diferencia es que en el Caribe la
gente –locuaz, exuberante– se da el lujo de chismosear en tiempo futuro. Allí
no le informan a uno que Claudia abandonó al marido, sino que lo va a abandonar,
y da la casualidad de que al poco tiempo lo abandona.
Y todavía hay quien se atreve
a dudar del poder de la palabra…
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