jueves, 19 de marzo de 2015

Pueblos comunicativos


No hay duda que existen pueblos con muy diversa capacidad comunicativa. Los hay reservados (ecuatorianos, uruguayos, peruanos) así como más expansivos (brasileños, jamaiquinos, colombianos). Aun cuando el tema se presta a estereotipos, no es posible negar que un paraguayo con vocación de anonimato y voz susurrante tiene muy poco que ver con un cubano sin miedo al ridículo y que habla a los gritos.

¿Será que algunos mares tienen algo que ver con esto? En relación a los habitantes del Caribe colombiano, Alberto Salcedo Ramos comenta que

En cualquier parada de buses los peatones desconocidos intiman cual viejos amigos. Se cuentan sus cuitas, comparten sus asuntos. Quedarse callado sería como oír la voz de la muerte.
Por eso lo contamos todo, bueno o malo.

Algo parecido sucede en distintos parajes; pruebo de ello es lo que dice Jorge Ibargüengoitia aludiendo a otros caribeños: “Mi primera impresión fue que todos se conocían. Más tarde descubrí que en Cuba se habla con conocidos, con desconocidos, y cuando no hay nadie cerca, a solas.”

¿Por qué existen tan marcadas diferencias en el tono, la frecuencia y el tipo de comunicación entre unos pueblos y otros? Se ha buscado esclarecer el punto por medio de la historia, el clima, el entorno geográfico, e incluso factores infraestructurales y locativos como los que menciona Salcedo Ramos.

(…) en una región predominantemente rural lo privado se vuelve colectivo tarde o temprano. Hay pueblos en los que, por falta de moteles, los amantes deben juntarse en espacios exteriores. Todo el mundo los ve cuando se internan en los callejones, y ellos pueden convivir sin problemas con la idea de que su acto de amor se democratice.

Sin embargo este mismo autor brinda otra explicación cuando sostiene que la comunicación se constituye también en una forma de resistencia ante la pobreza. “En el Caribe la indiscreción y la habladuría son formas de combatir el subdesarrollo. Al asomarnos por la ventana podemos ver esa película que nos estaba negando la falta de un cine. Al parlotear en las esquinas podemos inventar una diversión donde antes reinaba el bostezo.” Pero también –y siempre siguiendo la crónica de Alberto Salcedo Ramos- la conversadera puede llegar a ser una variante de resistencia política.

En el Caribe los murmullos han sido la principal herramienta de control político. Ciertos senadores corrompidos le tienen más miedo a la lengua viperina de los taxistas que a la pluma de los reporteros. Es que los periodistas decimos lo que sabemos cuando chismoseamos entre nosotros, pero luego escribimos nuestras notas con una asepsia aburridísima. Los taxistas, en cambio, tienen un solo discurso, y lo multiplican con eficacia demoledora.

Por supuesto que en estos ambientes la discreción no cuenta como virtud y prueba de ello es que cuando Salcedo Ramos preguntó a una matrona guajira si aceptaría dinero por guardar un secreto, la respuesta que obtuvo fue: “¿Quedarme callada? Ni de fundas. (…) Ninguna plata del mundo me haría más feliz que echar el cuento”.

Pero no se caiga en el error de suponer que este placer comunicativo se circunscribe a narrar lo que sucedió, sino que en ocasiones va mucho más allá y deriva hacia terrenos adivinatorios -al chisme de anticipación- porque como concluye Alberto Salcedo Ramos, en el Caribe colombiano
 
(…) hay una gran necesidad de contarlo todo, incluso lo que todavía no ha sucedido. En todas partes se comadrea, ni más faltaba: la diferencia es que en el Caribe la gente –locuaz, exuberante– se da el lujo de chismosear en tiempo futuro. Allí no le informan a uno que Claudia abandonó al marido, sino que lo va a abandonar, y da la casualidad de que al poco tiempo lo abandona.

Y todavía hay quien se atreve a dudar del poder de la palabra…

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