martes, 9 de junio de 2015

Crónica de una convivencia de los niños con sus padres

Hasta no hace mucho (y en algunos lugares aun es así) se daba por sobreentendido que la educación de los hijos constituía una tarea exclusiva de las madres. Mientras que los padres, en el mejor de los casos, se limitaban a cumplir con el papel de proveedores. Con los avances en los estudios sobre educación familiar, el cambio de rol de la mujer y la nueva masculinidad, esto ha ido cambiando en forma significativa. Actualmente hay consenso en cuanto a que el padre debe participar en las labores de la casa y asumir un papel más activo en la educación de los hijos.
 
Tal vez para facilitar este proceso de toma de conciencia, la escuela a la que concurría el hijo menor de Germán Dehesa organizó una convivencia para niños y sus padres.
 

Aparece la Hillary [apodo con el que se refiere a su esposa] con aire despreocupado y así como de pasadita me dice: en la escuela de Andrés organizaron una visita a la granja de don Pepe para que los niños convivan con los animales y con sus papás (en ese orden); es el jueves que entra y el camión sale a las ocho. Un sudor helado cubrió mi frente: ¿papás quiere decir mamás, verdad? No, de lo que se trata es de que los niños vayan exclusivamente con sus padres. ¿Y si un papá no pudiera? Pues sería muy triste y muy traumático (esta es la palabra clave) para Andrés; no te imaginas la ilusión que tiene, no me habla de otra cosa. ¿Y si yo le pago el sicoanálisis y la terapia? No seas payaso, yo tengo un mejor concepto de ti (éste es otro gancho al hígado); tienes que ir; ya te encargué con la miss Marcela y ya le expliqué que a esas horas de la mañana te comportas como amiba borracha. Fin de la plática.
 

Y como todo plazo se cumple, aquel temido día arribó. Continúa Dehesa con el relato de sus desventuras previas a la partida de la excursión.
 

Así llegamos al jueves y a un amargo despertar a una hora inconcebible. Ya están listas las dos loncheras; en la tuya puse un bloqueador para el sol que también es repelente (de hecho, todo lo que está ocurriendo es repelente); Andrés tosió un poco en la noche, así es que cuídalo para que no se agite, si vomita, no te preocupes (...) A las ocho de la mañana con quince minutos, padre e hijo se ponían bajo las órdenes de miss Marce. Para mi sorpresa, el jardín de la escuela estaba pletórico de padres sonrientes, atléticos y con cara de que eran muy felices. Yo parecía desecho nuclear y el méndigo Andrés era una fragante ramita de perejil electrizada ante la expectativa de que pronto vería una vaca. El camión, como yo lo suponía dado mi conocimiento del alma azteca, salió a las nueve. (...)
¡Los que vengan con Marcela, pasen al segundo camión! Un ordenado y compacto grupo de padres remolcados por sus hijos ascendió al camión número dos. Desde la ventanilla, la Hillary seguía lanzando instrucciones: si hace calor se quitan la chamarra (nunca nos la pusimos), no se te olvide ponerte el bloqueador, no te vayas a sentar en tu lonch, ten cuidado porque hay un niño que muerde, no vayas a dejar a Andrés en la granja, cualquier duda que tengas (y tengo tantas) le preguntas a Marcela... Arrancó el camión y ya no pude oír los 30 últimos consejos de mi cara mitad.
 

Prosigue la narración con los primeros momentos del viaje en aquel transporte escolar que, como buen representante de los vehículos de su tipo, no era precisamente lo más cómodo que se haya visto.
 

Tenía siglos de no subirme a un camión escolar y, por lo mismo, había olvidado que hay en este tipo de transportes un lugar maldito que coincide con las llantas traseras en donde el piso del camión se eleva como medio metro. Exactamente ahí nos tocó. Andrés iba feliz porque podía reposar cómodamente sus pies; el padre de la criatura llevaba las rodillas a la altura de las cejas y parecía dignatario quechua de esos que entierran en posición fetal dentro de una vasija.

 
Sabido es que los ojos de los niños están en condición de estreno y suelen maravillarse con aquello que a un adulto no le provoca la menor curiosidad. “El camión ascendía trabajosamente por la calzada de las Águilas; ¡Papá, mira una casa!, decía Andrés cada vez que avistaba una construcción (y hay como 15 mil). Strufgnh, respondía yo atrapado entre el desmañanón y la pose quechua.” Al llegar a destino miss Marcela dio las instrucciones para bajar e instalarse, lo que se hizo en forma conveniente aunque Dehesa no deja pasar la oportunidad de señalar que “la maniobra se realizó con toda limpieza, aunque es de justicia reconocer que los papás somos infinitamente más obedientes que los enanetes.”


Después de describir algunas otras vicisitudes, Germán Dehesa llegará al fin de su relato agradeciendo aquel espacio de convivencia con Andrés y aceptando que para él constituyó un verdadero regalo.

 
¡Quién lo iba a decir!

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