La relación entre intelectuales (escritores en particular)
y gobernantes tiene lugar dentro de un amplio espectro de posibilidades. De la
plena implicación y alineamiento (que incluso en algunos casos llega a ser
franca amistad) hasta la oposición radical y descalificadora. La primera posibilidad
puede darse con o sin prebendas y privilegios; la segunda, a veces, deriva de
haber quedado excluido de la nómina. Claro que existen intelectuales modelo
intachable: aquellos cuya conducta se orienta exclusivamente en función de sus principios,
valores y convicciones.
Así como los romances
no han sido escasos, tampoco los distanciamientos, que a veces se transformaron
en enfrentamientos. Los trágicos acontecimientos del 2 de octubre de 1968
llevaron, por ejemplo, a que Octavio Paz renunciara a su cargo de embajador en
India (asunto cuyos bemoles son discutidos hasta la fecha).
Otra controversia (no ajena a lo anterior) tuvo que ver cuando
el ex presidente Gustavo Díaz Ordaz fue designado, en 1977, como embajador de
México en España (el primero después de cuarenta años de ruptura en las
relaciones diplomáticas). Como protesta a dicha designación, Carlos Fuentes –reservándose
su derecho a que “cada quien elige a quien le da la mano y con quien se sienta
a la mesa”- presentó inmediatamente su renuncia a la embajada de México en
Francia agregando que desde la matanza de Tlatelolco “(…) manifesté mi repudio
a Díaz Ordaz”.
El conflicto fue creciendo y sus protagonistas pasaron de
los hechos a las palabras. Relata Carlos Monsiváis que el 12 de abril de 1977
un periodista le hizo una pregunta a modo al ex presidente Díaz Ordaz: “-¿Cree
usted como político, como mexicano, como ideólogo que esa persona (Fuentes)
tomó decisiones propias o fue maquinado en la capital de la República?” En su
atrevida respuesta, Gustavo Díaz Ordaz quiso darle una clase al reconocido
escritor.
-Lo
único que les puedo decir a ustedes es que me dio mucha risa. Y quizá esté un
poco confundido. Yo no lo he saludado y ni se crea que lo voy a invitar a
comer… Tampoco me había enterado de lo que él dice de su “repudio” (y entre
paréntesis no se dice “repudio”. Repudiar quiere decir repeler a la mujer
propia, rechazar o no aceptar una herencia. Siempre es bueno que los literatos usen
correctamente el idioma).
Es peligroso esto de ponerse a corregirle la plana a los
escritores, que por lo general son buenos conocedores de su oficio. Y fue un
compañero de gremio de Carlos Fuentes, nada menos que Gabriel Zaid quien tomó
la palabra para clarificar el asunto.
Siempre es bueno que los políticos usen
los diccionarios. Pero sería mejor que los usaran correctamente. Si Díaz Ordaz
supiera escuchar, sabría perfectamente que repudio sí se dice, y sabría
también lo que quiere decir. Pero parece que no se había fijado en la palabra
hasta que se la espetaron; que no la entendió; que, muy recomendablemente,
acudió al Diccionario de la
Academia ; pero que no lo supo leer.
Usar correctamente un diccionario no
consiste en obedecerlo. Hay que juzgar a las autoridades, aunque eso le parezca
inconcebible a una mentalidad autoritaria. No es la autoridad, sino la
sociedad, la que impone el “se dice”. No es la autoridad la que da el buen
decir, sino el buen decir (a juicio de la sociedad de hablantes, lectores y
escritores) el que da autoridad.
Si Díaz Ordaz hubiera sabido usar el Diccionario,
no se habría limitado a repetirlo autoritariamente: habría visto que falla en
la palabra repudio. (...)
Repudiar a Díaz Ordaz, que se declaró responsable
pero nunca rindió cuentas satisfactorias de la matanza de Tlatelolco, es
perfectamente legítimo: es negarle el consentimiento, no querer tener parte en
el contrato social a través del cual su intervención pudiera considerarse
legítima. Es desautorizarlo (denegarlo, denunciarlo, desairarlo, desconocerlo,
desdeñarlo, desecharlo, despacharlo, despedirlo, despreciarlo, devolverlo) como
autoridad. Es declarar su intervención recusable, rechazable, repelente,
reprensible, reprobable, reprochable, repugnante, repulsiva.
Desconozco si frente a estas precisiones, que culminan con
tan amplio surtido de sinónimos, el ex
presidente ensayó algún tipo de réplica. Supongo que no.
Por su parte Adolfo Gilly proporciona otra variante –por cierto
que más lúdica- de estos encuentros (que también tiene que ver con uno de los
principales protagonistas del caso de Tlatelolco).
Jorge Luis Borges contó que Luis
Echeverría, por ese entonces presidente de México, lo recibió y le dijo que le
interesaba mucho la literatura y había leído sus libros y tenía la colección
completa de la revista Sur. Borges
(dice él y estoy dispuesto a creerle) le contestó con su voz suave de poeta
ciego: “¡Cuánto me agrada saludarle, señor Presidente, y saber que hay
presidentes que saben leer”.
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