martes, 28 de julio de 2015

El descenso de las escaleras


No hay que ser arquitecto para darse cuenta que las escaleras ya no son lo que eran y quien tenga dudas al respecto podrá hacer un recorrido esclarecedor por el centro histórico de la Ciudad de México. Le bastará con asomarse a la entrada de cualquier casa antigua (ya no se diga a la del edificio de Correos o del Sanborn’s de los Azulejos), para comprender el lugar principal que supieron tener, el papel protagónico que les cupo. José Joaquín Blanco se refiere a ello.
Los edificios públicos, palacios, templos, consideraban la escalera como lugar de reunión y exhibición, ornamental y escenográfico, para que las mujeres lucieran las largas colas de sus vestidos y sus galanes pudieran ponerse espectacularmente de rodillas a recogerles el pañuelo o besarles la mano.
Luego, supongo que en la segunda mitad del siglo pasado [XIX], se pusieron de moda los edificios de varios pisos, y hubo escaleras bonitas, anchas, muy propicias para el chisme largo, tendido y sabroso entre varios vecinos. Todavía muchos edificios ruinosos en zonas viejas tienen escaleras semejantes (…)

En ellas tuvieron lugar episodios muy importantes de la vida comunitaria; allí confluyeron diversas historias públicas y también confidenciales. Añade Blanco que “(…) fue, además, un motivo alegórico importante: hubo simbolismos escaleriles del vicio, la virtud, la edad, la prosperidad o la ruina, la salud, etcétera.”

Con el paso del tiempo vinieron cambios en los diseños de construcción y las escaleras comenzaron a ser dejadas de lado, su carácter majestuoso devino en  simple objeto de uso. Continúa el análisis de José Joaquín Blanco

Ya en 1959, Pepe Alvarado se quejaba de la decadencia de las escaleras (las hermosas de las construcciones palaciegas del siglo XVIII, las horribles “por donde llegan a sórdidas alcobas los desesperados”, las tristes de hoteles de paso que suelen ser de madera, olorosas a “brea y a ginebra, a tabaco plebeyo y amores descompuestos”), decadencia evidente en que “los novelistas no se fijan en ellas”. En cambio, a finales del siglo XIX y principios de éste [XX], abundaban en casi todas las novelas.
(…) al contrario de los nuevos condominios, que las tienen estrechitas y como provisionales, meros conductos artificiales para estar de paso, como los estacionamientos; eso, para no hablar del elevador, invención que dosifica y cronometra los encuentros casuales de los vecinos, en el que uno sólo piensa en salirse cuanto antes, al revés de las escaleras, que invitaban a la demora en cada rellano. No se consideraría locura salir a la escalera una tarde aburrida a curiosear y conversar con los vecinos, pero sería cosa de manicomio quedarse sube y baja en el elevador nada más para intercambiar saludos y comentarios.

La pérdida de espacio y protagonismo por parte de la escalera coincidió con el desplazamiento de otros espacios de convivencia como los que enumera el mismo autor: callejón, cerrada, pórtico, portal, balcón, lavadero, patio. Y de esta forma fueron apareciendo nuevos lugares y medios de encuentro: “El teléfono, la tele, el radio, los walkie-talkie, la onda corta, el automóvil, ya irán cubriendo su ciclo, como otrora las escaleras, de innovaciones desplazadoras a entrañables instituciones desplazadas y nostálgicas.” Y anotaba con aires de nostalgia: “No recuerdo novelas mexicanas contemporáneas que le den importancia a las escaleras, mientras que podría citar docenas en honor del automóvil (…)”

De todo esto daba cuenta José Joaquín Blanco en una crónica de 1978.

No cabe duda que en años recientes se han ido multiplicando los sitios y dispositivos que hacen posible el encuentro inter personal. ¿Ello nos ha posibilitado vivir más comunicados?

Da para discutirlo en el descanso de una buena escalera.

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