martes, 21 de julio de 2015

Las señales del olvido


A veces olvidamos la importancia de la memoria. Nos hacemos trampa cuando asumimos que es algo que se tiene asegurado, cuando la realidad se empecina en demostrarnos de muchas maneras que no es así.

Todos sabemos la desesperación que nos invade al no recordar un nombre, una cara, un acontecimiento, que debiéramos poder evocar. Parece que todo se detuviera hasta poder resolver el caso (¿quién es el propietario de ese rostro?); no nos quedamos tranquilos hasta poder develar el enigma porque -tal como afirma Álvaro Cunqueiro- “(…) nada desasosiega como el no recordar”. Cabe agregar que la cuestión no sólo tiene que ver con reconocer a los otros sino a uno mismo ya que, en el decir de Ángel Gabilondo, “(…) de una u otra manera al despertarnos siempre necesitamos reconocernos.


Así pues, la memoria es un recurso de primera necesidad para la vida y aún más en el caso de escritores que pasan su existencia vinculando sucesos, creando historias, requiriendo ubicar citas de otros autores, etc. Tal vez sea por ello que J.M. Coetzee confiesa su tormento ante la sola posibilidad de perder su lucidez, sus facultades mentales. “Me vigilo a mí mismo con ojos de águila, en busca de la primera señal de que, a medida que se termina mi septuagésima década en el mundo, estoy perdiendo la cabeza. Todavía no se han presentado señales, por lo menos ninguna que yo reconozca como señal.”


Ahora bien, hay quienes la tendrán muy difícil para descubrir estas primeras señales, porque han vivido con ellas desde siempre; son los desmemoriados crónicos. Guillermo Sheridan, quien se asume como uno de estos casos, narra su experiencia.                  


Según el Dr. Johnson "hay una maligna tendencia que supone que decae el intelecto de los viejos. Si un hombre de mediana edad no recuerda dónde dejó el sombrero no pasa nada; pero si lo hace un viejo...". Yo no tengo ese problema. Siempre sé dónde dejé los sombreros: en el olvido.
Bajo los cuatro pisos de mi edificio y al llegar al carro advierto que olvidé las llaves. Subo, pero no recuerdo dónde las dejé. En eso suena el teléfono: "Soy Menchaca", dice una voz que me pregunta si daré la conferencia. No recuerdo quién es Menchaca, pero por puro instinto de preservación digo que no. Menchaca insiste; le pido que me llame mañana con la esperanza de que olvide hacerlo. Por culpa de la llamada, olvido a qué subí y vuelvo a bajar las escaleras. Opto por tomar un taxi. Ya adentro, olvido a dónde quería ir. Es un hecho: la única memoria que me queda es la involuntaria.
En algún sitio (que no recuerdo) leí que una manera de recordar los nombres de las personas es asociándolos a sus peculiaridades físicas. Si el tipo se llama Mauricio y tiene cara de gato hay que rebautizarlo “Miauricio”. Al encontrarlo razonaré así: tiene cara de gato, los gatos hacen miau, ergo se llama Mauricio. Cuando me encuentro a Mauricio no sólo debo recordar su nombre, sino la mnemotecnia que inventé para no olvidarlo. Como viene de muy mal humor le digo León, y se pone aún peor. (…)
¿Quién fue quien dijo “El único apellido que recuerdo es Alzheimer”? Lo he olvidado (y no importa: seguramente él también). (…) La cosa es que ya pertenezco a la categoría de personas que inventó Tomás Segovia: la de quienes, cuando se ponen a evocar el pasado, dicen: “¿Te acuerdas de cuando nos acordábamos?”.


Para concluir aludamos a Federico Fellini quien –citado por Ángeles Mastretta- relata una situación muy especial en cuanto al tema que nos ocupa.

En alguna parte leí que d’Annunzio, ya muy viejo, fue llevado a la representación de una de sus tragedias. El espectáculo era en su honor, todas las autoridades estaban presentes, todo el beau monde. Sentado en la primera fila, d’Annunzio no paraba de reír, interrumpía a los actores, los insultaba, quería saber quién era el autor de esa pésima obra.

No vaya a suponerse que se trata de un caso aislado. Sin llegar al extremo de d’Annunzio, son muchos quienes critican con vehemencia aquello que ellos mismos han creado.

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