A veces
olvidamos la importancia de la memoria. Nos hacemos trampa cuando asumimos que
es algo que se tiene asegurado, cuando la realidad se empecina en demostrarnos
de muchas maneras que no es así.
Todos sabemos la desesperación que nos invade al no recordar un nombre,
una cara, un acontecimiento, que debiéramos poder evocar. Parece que todo se
detuviera hasta poder resolver el caso (¿quién es el propietario de ese rostro?);
no nos quedamos tranquilos hasta poder develar el enigma porque -tal como
afirma Álvaro Cunqueiro- “(…) nada desasosiega como el no recordar”. Cabe agregar
que la cuestión no sólo tiene que ver con reconocer a los otros sino a uno mismo
ya que, en el decir de Ángel Gabilondo, “(…) de una u otra manera al despertarnos siempre necesitamos reconocernos”.
Así pues, la memoria es un
recurso de primera necesidad para la vida y aún más en el caso de escritores
que pasan su existencia vinculando sucesos, creando historias, requiriendo ubicar
citas de otros autores, etc. Tal vez sea por ello que J.M. Coetzee confiesa su
tormento ante la sola posibilidad de perder su lucidez, sus facultades mentales.
“Me vigilo a mí mismo con ojos de águila, en busca de la primera señal de que,
a medida que se termina mi septuagésima década en el mundo, estoy perdiendo la
cabeza. Todavía no se han presentado señales, por lo menos ninguna que yo
reconozca como señal.”
Ahora bien, hay quienes la
tendrán muy difícil para descubrir estas primeras señales, porque han vivido
con ellas desde siempre; son los desmemoriados crónicos. Guillermo Sheridan,
quien se asume como uno de estos casos, narra su experiencia.
Según
el Dr. Johnson "hay una maligna tendencia que supone que decae el
intelecto de los viejos. Si un hombre de mediana edad no recuerda dónde dejó el
sombrero no pasa nada; pero si lo hace un viejo...". Yo no tengo ese
problema. Siempre sé dónde dejé los sombreros: en el olvido.
Bajo
los cuatro pisos de mi edificio y al llegar al carro advierto que olvidé las
llaves. Subo, pero no recuerdo dónde las dejé. En eso suena el teléfono:
"Soy Menchaca", dice una voz que me pregunta si daré la conferencia.
No recuerdo quién es Menchaca, pero por puro instinto de preservación digo que
no. Menchaca insiste; le pido que me llame mañana con la esperanza de que
olvide hacerlo. Por culpa de la llamada, olvido a qué subí y vuelvo a bajar las
escaleras. Opto por tomar un taxi. Ya adentro, olvido a dónde quería ir. Es un
hecho: la única memoria que me queda es la involuntaria.
En
algún sitio (que no recuerdo) leí que una manera de recordar los nombres de las
personas es asociándolos a sus peculiaridades físicas. Si el tipo se llama
Mauricio y tiene cara de gato hay que rebautizarlo “Miauricio”. Al encontrarlo
razonaré así: tiene cara de gato, los gatos hacen miau, ergo se llama Mauricio.
Cuando me encuentro a Mauricio no sólo debo recordar su nombre, sino la
mnemotecnia que inventé para no olvidarlo. Como viene de muy mal humor le digo León,
y se pone aún peor. (…)
¿Quién
fue quien dijo “El único apellido que recuerdo es Alzheimer”? Lo he olvidado (y
no importa: seguramente él también). (…) La cosa es que ya pertenezco a la
categoría de personas que inventó Tomás Segovia: la de quienes, cuando se ponen
a evocar el pasado, dicen: “¿Te acuerdas de cuando nos acordábamos?”.
Para concluir
aludamos a Federico Fellini quien –citado por Ángeles Mastretta- relata una
situación muy especial en cuanto al tema que nos ocupa.
En alguna parte leí que d’Annunzio, ya muy viejo, fue llevado a la
representación de una de sus tragedias. El espectáculo era en su honor, todas
las autoridades estaban presentes, todo el beau
monde. Sentado en la primera fila, d’Annunzio no paraba de reír,
interrumpía a los actores, los insultaba, quería saber quién era el autor de
esa pésima obra.
No vaya a suponerse que se
trata de un caso aislado. Sin llegar al extremo de d’Annunzio, son muchos
quienes critican con vehemencia aquello que ellos mismos han creado.
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