Los tiempos han cambiado y
actualmente hay prominentes militantes de izquierda a quienes se les dan muy
bien los negocios. Hay experiencias que indican que antes no sucedía así. En
exquisita y emocionada crónica, Juan Villoro evoca las circunstancias en que su
padre -el destacado filósofo Luis Villoro- junto al Ing. Heberto Castillo se
convirtieron en emprendedores impulsando su propio negocio en el rubro
gastronómico.
El
impulso de modificar la realidad llegaba a Heberto antes que los planes. Ese
entusiasmo lo llevó a fundar un negocio con mi padre. El punto de partida fue
nacionalista: “Nada es más nuestro que los tacos”, dijo Heberto en forma
incontrovertible. Luego explicó que en la cárcel de Lecumberri había compartido
crujía con unos taqueros de excelencia. Ellos ya habían sido liberados y
necesitaban trabajo. El PMT (Partido Mexicano de los Trabajadores) estaba falto
de recursos y la taquería podía ser la base de una plataforma económica para
transformar el país. A mi padre esto no sólo le pareció lógico sino urgente.
Heberto
nos reunió en un jardín a probar los tacos de sus amigos. Fue el que más comió,
contando anécdotas de cada ingrediente. Mi padre lo escuchaba sin decir
palabra. Rara vez habla en las reuniones, así es que esto nos pareció normal.
Pero sus ojos tenían la concentración del que observa la realidad como algo
discernible, clasificable, sujeto a explicación. Finalmente se decidió a opinar:
los tacos eran magníficos, pero le parecían iconoclastas. Tenía razón. No había
tacos al pastor, ni al carbón, ni quesos fundidos. Todos eran tacos de
guisados: tinga, rajas con mole, chicharrón en salsa verde…
Heterodoxo
incorregible, Heberto declaró que ésa sería nuestra ventaja: la taquería
revolucionaria debía ser distinta.
Ambos luchadores sociales
debatieron con vehemencia sus diversos puntos de vista que, en tanto socios,
tenían acerca del negocio.
Aunque el
asunto tiene visos cómicos, ahí cristalizaron dos maneras sumamente serias de
abordar lo real. Mi padre se esforzaba por interpretar el menú como un catálogo
razonado y Heberto por convertirlo en una forma de la acción. El teórico y el
líder discutían de tacos. Ganó el líder y unos meses después se inauguró La Casita, en la esquina de Pilares y
Avenida Coyoacán, siendo mi padre el socio inversionista.
Cual buen hijo, Juan Villoro
quiso contribuir al éxito de la taquería de su padre; sus afanes fueron en vano.
Corrían
los últimos años setenta y yo trabajaba en Radio Educación, que estaba a unas
cuadras. Extendí mi militancia a la promoción de la taquería y llevé ahí a los
compañeros de la emisora. Recuerdo su decepción al ver la carta: “¡Puros tacos
de guisado!”, dijeron. Les expliqué que eso era revolucionario, pero no
quisieron regresar.
Así los resultados obtenidos
en el negocio estaban muy lejos de ser los esperados lo que –de acuerdo al
relato de Juan Villoro- Heberto Castillo atribuía al dogmatismo de la
militancia.
La Casita fue un fracaso. “No es posible que los
izquierdistas sean tan dogmáticos”, se quejaba Heberto, incapaz de entender que
un militante dispuesto a cambiar el mundo prefiriera un convencional taco de
costilla en vez de uno de arroz con papa.
Por su parte, Luis Villoro no
aceptaba darse por vencido ante los primeros obstáculos que se presentaron y se
manifestó dispuesto a doblar la apuesta, siempre que se hicieran los ajustes
necesarios que el profundo análisis de la realidad imponía.
Mi padre
invitó a Heberto a una de sus sesiones privadas de Comité Central, sacó la
libreta en la que anotaba la orden del día y un ejemplar de El capital (apuntaba sus gastos en la
cuarta de forros). En presencia de sus hijos, comentó que estaba dispuesto a
poner el patrimonio familiar al servicio de la causa obrera, pero eso no
excluía la autocrítica: había que cambiar de taqueros.
Como
siempre, Heberto encontró una solución un poco loca: incluir a un parrillero
que no había estado en Lecumberri pero rebanaba la carne como si ameritara la
máxima sentencia. Los tacos de guisado podían coexistir con el trompo de
pastor.
Aquel intento de conciliación
entre las distintas corrientes taqueras no fue nada fácil, tal como sucedió según
Juan Villoro en la vida política.
Esta
cohabitación llevó a luchas intestinas y a la fragmentación de las tendencias
en la taquería. La Casita no
prefiguraba el futuro del México igualitario, sino de los partidos de
izquierda.
La
desunión interna ocurrió justo cuando el PMT, el PST y el PCM hablaban de
fusionarse. Heberto criticaba a los comunistas por usar la hoz y el martillo y
proponía el machete y el nopal, símbolos nuestros. Aunque pasaría a la historia
por su renuncia a favor del ingeniero Cárdenas, Heberto fue duro en esa fase de
la discusión. Mi padre le envió una carta memorable en la que, con todo el
dolor de su corazón, le quitaba la taquería.
A la hora de evaluar aquel
emprendimiento Juan Villoro acepta su fracaso parcial pero deja abierta la
puerta que conduce a la esperanza.
La Casita es hoy El Hostal de los Quesos, bastión de exitosos tacos conservadores.
Heberto
Castillo y mi padre lucharon por cambiar el mundo con toda clase de
ocurrencias. No hay pruebas definitivas de que lo hayan logrado. Pero tampoco
hay pruebas en contra.
La
realidad es heterodoxa.
Y al concluir la transcripción
de esta crónica de Juan Villoro, no es posible dejar de pensar: ¡qué falta hacen
luchadores de la integridad de don Luis y don Heberto en estos momentos!
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