jueves, 5 de noviembre de 2015

Las aldeas de Potemkin


Desde siempre los mandos intermedios han buscado que los poderosos en turno desconozcan las condiciones reales en que viven los sectores populares. De tal manera que antes de que el Rey, Papa, Presidente, Ministro, etc. concurra a algún lugar en que pueda ponerse de manifiesto el descontento popular, los funcionarios hacen todo lo posible para que el dignatario no lo vea (en el supuesto de que quisieran verlo). Algunos pocos mandatarios se revelaban contra esto por medio de diversos procedimientos. Se cuenta que hubo monarcas que se disfrazaron de pordioseros para llegar a estar de manera inadvertida en lugares marginados y de esa manera conocer de primera mano las verdaderas condiciones de vida de la población. Otros designaron personas de toda confianza que, convertidos en los ojos y oídos del gobernante, recorrían todos los rincones del territorio y luego informaban a su superior.  


Pero en la mayoría de los casos no sucede así y antes de la llegada del gobernante se realizan transformaciones de consideración. Han existido verdaderos maestros en este arte de la simulación a los poderosos, como lo es  el caso que describe Gregorio Doval.


Se cuenta que en 1787 el general ruso Grigori Alexandrovich Potemkin (1739-1791), a la sazón gobernador de Crimea y el resto de las provincias meridionales de la Gran Rusia, con motivo de una visita de la zarina Catalina II a la región, mandó remozar urgentemente todas las calles y los parajes que iba a recorrer la comitiva real. Para ello, dispuso no sólo el adecentamiento de fachadas y caminos, sino incluso la construcción de una serie de aldeas fantasmas, del más próspero aspecto que fuera posible improvisar, en cuyas falsas calles obligó a que se agolpara el pueblo, vestido con sus mejores galas y que, a golpes de órdenes militares, vitorease a la soberana a su paso con el mayor fervor. Estas poblaciones, compuestas únicamente por fachadas falsas (sin casas detrás), cumplieron su cometido, y la zarina “comprobó” con su mayor agrado la prosperidad económica y el altísimo grado de adhesión con la corona de las gentes de esta región recién incorporada a su imperio.


En relación a esta misma situación, Noel Clarasó añade que fue así que “la emperatriz encontró aldeas prósperas y gente feliz, que la recibía con músicas y bailes. Y no se dio cuenta de que toda la gente era siempre la misma, que iban de un sitio a otro con todo el montaje de alegría y prosperidad.”


Más allá del jolgorio que ello significa, no vaya a creerse que las autoridades locales siempre están contentas con la visita de los primeros mandatarios. Por el contrario, en ocasiones procuran evitarlo por todos los medios dado los altos costos que implicaría tamaña escenografía; a ello se refiere Clarasó

Hemos leído que los viajes de la reina Isabel de Inglaterra salen caros al país, precisamente por el montaje de engaños parecidos. Y si la reina se detiene, al paso, en algún lugar poco importante, ve allí hermosos jardines públicos y todo muy limpio y en el mejor estado, aunque todo es improvisado, construido y arreglado rápidamente a última hora; hasta el punto de que se ha dado el caso de que algunos municipios han rogado a la “organización de los viajes reales” que la reina no pasara por allí, pues, dado que el municipio tenía que pagar el embellecimiento y presentación, le salía demasiado caro.

Las aldeas de Potemkin han quedado en el pasado, pero no es así con los procedimientos empleados en aquella ocasión que, con ligeras modificaciones, siguen gozando de muy buena salud. Es por ello que, según Gregorio Doval, “desde entonces, se acuñó la expresión (…) ‘aldeas de Potemkin’ para designar cualquier maniobra política que trata de ocultar o disfrazar la realidad social a ojos de los dirigentes (…)”

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