jueves, 10 de diciembre de 2015

La amistad, entre palabras y silencios


Sin amigos nadie escogería vivir, aunque tuviese todos los otros bienes.” Dicen que la frase es de Aristóteles. Y si no lo dijo, debería haberlo dicho.

Los amigos ayudan a que los momentos felices, lo sean aún más y los dolorosos, menos devastadores. Son compañeros de ruta en el camino de la vida que vienen en diversas presentaciones y con quienes la comunicación asume formas muy diversas.

Alejandro Rossi alude a la necesidad súbita de ir al encuentro de ellos. “Tengo amigos y el deseo de verlos sobreviene de pronto, esa urgencia de comunicar algo, una sensación, un fervor, una angustia, ahondar en la charla ese atisbo mínimo que quizás tuvimos.” Motivaciones para recurrir a ellos no faltan y pueden ser múltiples “(…) buscarlos para monologar, para quejarnos, para recibir apoyo. La amistad tiene sus momentos de palabra fácil pero también –según Rossi-  de “(…) quedarnos callados, sin obligaciones pirotécnicas, en calma, esas conversaciones lentas, sin tema fijo, sin conclusiones, descansadas y azarosas.

Una vez que surge la necesidad del encuentro, hay un tiempo para concretarlo porque son “(…) necesidades inmediatas cuya satisfacción exige un plazo. Cuando el mismo se vence, los costos no son menores. “El entusiasmo se apaga si para encontrarnos debemos esperar cinco días, y para esas fechas es posible que también la depresión haya desaparecido. Existe el válium, el autoengaño y el sueño. Ante ello, sostiene Rossi que la proximidad es fundamental.

Me gustaría, entonces, que mis amigos estuviesen cerca, que nos reuniéramos caminando apenas unas cuadras o en algún sitio que la costumbre haya establecido. Quisiera que la amistad recogiera esas efusiones momentáneas, los instantes del abandono o de la sinceridad, la trama viva de nuestras horas.

Y claro está que la Ciudad de México no colabora mucho respecto a este punto.

La ciudad no favorece esa intimidad. Ni uno solo de mis amigos vive en la misma zona. Nos frecuentamos, todavía hablamos, pero hemos perdido ese trato cotidiano. La lejanía y las ocupaciones imponen estrategias complicadas: mañana es imposible, pasado mañana soy yo el que no puede, habrá que hacer una cita para el fin de semana, no éste, claro, porque saldrá fuera de la ciudad, tal vez el próximo, o mejor esperar una vacación, ya se acerca el día de los muertos y, además, no falta tanto para las navidades. La amistad se nutre de cenas planeadas con anticipación protocolaria, de encuentros esporádicos y fatigosos, porque él, obviamente, vive en el Sur y yo en el Norte.

Pero no todo mundo estaría de acuerdo con los requisitos básicos -en cuanto a proximidad y comunicación- que establece Rossi para todo vínculo amistoso y en ese sentido va el ejemplo que proporciona Hugo Gutiérrez Vega.

Hace años un amigo español me contó que por fin había logrado consolidar una verdadera amistad inglesa: se había iniciado suspendiendo las confidencias y ya habían cancelado el diálogo. Estaban felices. Se sentaban en los mullidos sillones de su club y se miraban largamente. Iban a comer a veces y nada sabían el uno del otro. Al poco tiempo me enteré de que esta perfecta relación había terminado. La impertinente señora de la guadaña se había presentado intempestivamente. En el sepelio de su amigo, el español derramó unas lágrimas que ocultó con su bufanda. Conoció a la viuda y a los hijos de su querido amigo, se quedó de pie todas las horas que duró la cremación y, ya controlado su dolor, se despidió de la familia haciendo algunos breves comentarios meteorológicos. Se detuvo frente a una tumba que tenía a un ángel con la cara entre las manos y, calladamente, salió del cementerio acompañado por la sombra de su amigo. Los dos guardaban silencio.
 

 Así pues hay amistades que se construyen con palabras y también están las otras, las que se desarrollan a la sombra de los silencios.

No hay comentarios: