Sabido es que las dificultades
no se presentan tanto a la hora de diseñar proyectos de cambio social sino al
momento de llevarlos a cabo. Esto ha dado lugar a la necesidad de tener que
diferenciar la propuesta original respecto a sus formas de implementación; ejemplo
de ello –entre tantos posibles- es la distancia entre el socialismo y el socialismo real.
Ahora bien, este conflicto no es
exclusivo de nuestro tiempo. Amos Oz da cuenta de ello al evocar sus años de
infancia cuando los seguidores de Tolstoi abundaban.
En
nuestro barrio [en Jerusalén] había rusos de todo tipo: había muchos
tolstoianos. Algunos de ellos hasta parecían el propio Tolstói. Cuando vi por
primera vez el retrato de Tolstói en una fotografía sepia en la contracubierta
de un libro, estaba seguro de haberlo visto ya muchas veces por el barrio,
paseando por la calle Malaquías o por la cuesta de la calle Abdías, con la
cabeza descubierta, una barba canosa al viento, solemne como el patriarca
Abraham, los ojos centelleantes, un palo en la mano que hacía de bastón y una
camisa de campesino por encima de los pantalones anchos, atada con una tosca
cuerda a la cintura.
Todos ellos compartían una
serie de principios y hábitos de vida que contribuirían a transformar el
sistema social.
Los
tolstoianos del barrio (mis padres los llamaban tolstoishtzikim) eran todos vegetarianos fanáticos, querían
arreglar el mundo, se preocupaban por la moral, estaban en profunda sintonía
con la naturaleza, amaban a toda la humanidad, a cualquier ser vivo, estaban
llenos de ardor pacifista y anhelaban la vida pura y sencilla; todos deseaban
una vida campestre y volver a trabajar la tierra en el seno de los campos y los
huertos.
Sin embargo -siempre en la
mirada de Amos Oz- ese ambicioso programa se encontraba con dificultades desde
su inicio ya que “(…) ni siquiera conseguían cuidar bien sus pequeñas macetas:
o bien las regaban tanto que las plantas se morían, o bien se olvidaban de
regarlas.”
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